Una terapia para la crisis de la ONU
Por Fabrizio Casari
La decisión de Gran Bretaña, presidente de turno del Consejo de Seguridad de la ONU, de no convocar inmediatamente y aplazar la reunión solicitada por Rusia para presentar las pruebas del engaño de Bucha no tiene precedentes. No sólo porque Rusia es también miembro permanente del Consejo de Seguridad, sino también porque Gran Bretaña ejerció un abuso político incompatible con el papel de presidente. Esto, más allá del respeto diplomático que se debe a los miembros de la ONU, parecía inoportuno precisamente porque aclarar la dinámica de los acontecimientos sirve para definir las responsabilidades que son, en teoría, las razones por las que las Naciones Unidas adoptan una posición en nombre de la comunidad internacional.
Por lo tanto, eludir la responsabilidad es inexplicable desde el punto de vista de los mecanismos de funcionamiento y del propio estatuto de la ONU. ¿Por qué decidió Londres hacer esto? Es cierto que existe una voluntad política por parte del gobierno de Boris Johnson de obedecer las órdenes de Washington y llevar la tensión entre Rusia y Occidente al máximo nivel, por lo que mantener la falsa imagen clara de una Ucrania que sólo es víctima es decisivo; pero está claro que el mero hecho de poder disponer arbitrariamente del papel de presidente temporal del Consejo de Seguridad ha permitido una iniciativa contraria a los propios intereses del organismo de la ONU y no sólo de Rusia.
Este episodio, de por sí esclarecedor, confirma la urgencia de una reforma de las Naciones Unidas. Hay varias razones para ello, la primera de las cuales es que el organismo creado hace 75 años, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, está formado por las naciones vencedoras como miembros permanentes de su Consejo de Seguridad, es decir, Estados Unidos, Rusia, Francia, Gran Bretaña y China, y coincide, pero no completa, la lista de países con arsenales nucleares. Estos son los que tienen el poder absoluto sobre las deliberaciones del órgano porque pueden ejercer el derecho de veto que se niega a los miembros elegidos del mismo órgano por rotación.
Su composición refleja teóricamente el orden internacional nacido en Yalta, pero en las últimas décadas el mundo ha sufrido innumerables cambios. Básicamente porque aunque los Acuerdos de Yalta preveían la división del mundo en esferas de influencia, en los años 50 Estados Unidos no sólo ha incrementado su dominio sobre las Américas, sino que se lanzó a una guerra ideológica y militar para conquistar Indochina y, a través de la Guerra Fría, desencadenó una ofensiva política y militar en Europa del Este para intentar erosionar el territorio, el papel político y las posiciones militares de la entonces Unión Soviética.
Por su parte, Europa, con Francia y Gran Bretaña entre los cinco
miembros del Consejo de Seguridad, se vio obligada (junto con Portugal) a
someterse al proceso de descolonización de África. La propia formación de la
Unión Europea, que se
ha dotado (al menos en apariencia) de una única línea política internacional, y
que ha colocado al Euro en la cima de las divisas, es una novedad de los
últimos 22 años sin representación en el Consejo de Seguridad, que con el
Brexit de Londres ve ahora a Bruselas más mermada.
Un mundo diferente
Independientemente de cómo se quiera juzgar estos cambios, no cabe duda de que el modelo de gobierno de 1945 no se corresponde con la realidad del actual Orden Internacional. El primer gran cambio que se ha producido es estructural, ya que la irrupción de China en la cúspide de los países más fuertes económica y militarmente – y, por tanto, también políticamente – ha convertido en tripolar lo que antes era una configuración bipolar. En segundo lugar, países como India, Pakistán, Israel y otros disponen de un arsenal atómico que realza su perfil político a nivel regional.
En el frente económico internacional, sin embargo, además de ver a China como país líder en el mundo, está el surgimiento de los BRICS, que cobraron vida en la reunión del WTC en Cancún en 2000 con la negativa a firmar el documento final. Los BRICS son considerados universalmente como potencias económicas y tecnológicas, pero todavía no tienen el peso político correspondiente. A ellos se suman Irán, Turquía, Egipto, Arabia Saudí, Japón, Brasil y Sudáfrica: son países que ejercen un fuerte liderazgo regional que, en determinadas zonas del planeta, por la importancia económica o militar que asume, eleva esa dimensión regional al rango de posición geoestratégicamente relevante. Del mismo modo, hay países cuyo tamaño (México) e impacto demográfico (Indonesia) no pueden considerarse países ordinarios.
La tendencia a crear asociaciones regionales o continentales no siempre tiene un carácter exclusivamente económico-comercial. En el continente latinoamericano en concreto, por ejemplo, el ALBA también produjo una alianza estratégica entre varias naciones latinoamericanas, que primero enterraron el ALCA, infligiendo una derrota estratégica al imperialismo estadounidense, y luego en la integración y cooperación regional basada en la independencia de cada uno de sus miembros marcó un aumento considerable del peso específico que cualquiera de ellos tenía por sí mismo. Pero no cabe duda de que existe una connotación política que eleva y realza su papel.
Hay dos problemas principales que corren el riesgo de conducir a la necrosis del papel de la ONU: la reducida representación de la comunidad internacional en los foros de deliberación y, por parte de Occidente, la extrema politización y el absoluto desprecio de las normas en las que debería basarse el derecho internacional. Esto convierte a las Naciones Unidas en un instrumento donde los poderosos ajustan cuentas con sus adversarios y no en el lugar donde se asumen las funciones de arbitraje propias de un organismo que debe regular los conflictos y no promoverlos. Convertir al árbitro en jugador y pisotear el compromiso de 1945 con un mundo de paz, romper los acuerdos sobre armamento balístico y promover la desestabilización permanente como vehículo para hacer valer sus propios intereses, son los signos de una transformación de facto que ha tenido lugar desde 1989. Es decir, desde la caída del campo socialista, cuando desapareció el contrapeso político y militar y Occidente optó por imponerse como pensamiento y modelo único en apoyo del Nuevo Orden Mundial a carácter unipolar.
Necesidad de una reforma
Se necesita urgentemente una reorganización de la gobernanza mundial. Es necesario no sólo limitar el expansionismo imperial de Estados Unidos – que ya no es el líder económico y tecnológico de Occidente, aunque sigue siendo su líder político y militar – sino también reconocer la demanda de un papel y un espacio de los países que sienten que deben salvaguardar sus intereses. Estos intereses son individual y colectivamente estratégicos, porque salvaguardarlos puede garantizar la reducción o desaparición de los conflictos que dan lugar a las crisis en los distintos marcos regionales. Por ello, todos estos países y cada uno por separado, reclaman un papel mayor que el que les ha asignado una estructura obsoleta de las Naciones Unidas.
Fue Miguel D’Escoto Bookman, prestigioso intelectual educado por los jesuitas y ex ministro de Asuntos Exteriores de Nicaragua durante la primera década revolucionaria sandinista, quien planteó desde su alto asiento la ineludible reforma del sistema de la ONU. D’Escoto, en su papel de Presidente de la Asamblea General de la ONU en 2008, lanzó con fuerza una propuesta de reforma de las Naciones Unidas. Fue de la experiencia de la Revolución Sandinista de donde D’Escoto se inspiró para la elaboración de un proyecto de reforma que aumentara la calidad democrática de la organización, empezando por la asunción de un papel activo en la gobernanza internacional para todos los países representados y no sólo para los miembros del Consejo de Seguridad, lo que de hecho expropia el poder de decisión de la Asamblea y, además, obtiene pobres resultados en la práctica.
El llamamiento a una reforma democrática del Consejo de Seguridad de la ONU se debe a la probada insuficiencia de la ONU para garantizar la paz mundial. Hay veintisiete conflictos internacionales en curso, diez de los cuales tienen la categoría de guerras a gran escala, y 200 millones de personas viven en zonas de conflicto. En otros escenarios, se despliegan fuerzas de interposición o misiones internacionales para garantizar el cumplimiento de los frágiles acuerdos de paz. A esto hay que añadir los 36 países – más de dos mil millones de personas – que son víctimas de embargos y sanciones que nunca han sido decretados por la ONU, que, por el contrario, los ha condenado a menudo sin producir ningún cambio.
Por lo tanto, está claro que el papel de la ONU como foro de la comunidad internacional para garantizar el diálogo entre las naciones no está logrando lo que se pretendía. Algunos obstáculos son de naturaleza exógena, y se refieren a la promoción de la desestabilización permanente alimentada y financiada por los Estados Unidos, para quienes la exportación de su modelo a través de la fuerza representa la esencia de su política exterior. Pero también hay elementos endógenos, queriendo analizar los conflictos interreligiosos y étnicos, o los derivados de los conflictos territoriales. Este último tipo de conflictos también se sostiene a menudo con el apoyo de Occidente y sus aliados, que desatan guerras y conflictos en los cuatro rincones del planeta para tener la excusa de poder intervenir militarmente, y posteriormente poder instalarse y saquear económicamente. Este es básicamente el método elegido para financiar el modelo dominante: financiar a los más ricos saqueando a los más pobres.
Por tanto, un proceso de reforma del organismo no puede sino contemplar la reducción de la hipoteca que unos pocos países ejercen sobre todos, y esto sólo puede ocurrir con la ampliación de la esfera de decisión. Al mismo tiempo, la asunción de las resoluciones de la ONU, al igual que las de otras instituciones internacionales como el Tribunal de Justicia de La Haya, debe ser vinculante para los miembros de estos organismos.
En un contexto de incertidumbre y temor por el futuro de nuestro planeta, con guerras, crisis humanitarias, sustos medioambientales y recursos disponibles limitados, el control del agua, la biosfera, los alimentos y los minerales estratégicos puede llevar al mundo a la implosión. Los 193 países que componen el organismo de hecho son igualitarios en términos electorales sólo cuando el Consejo de Seguridad no toma decisiones sobre el “aquí y ahora” con respecto a los acontecimientos internacionales.
Por lo tanto, es necesario reevaluar y fortificar el papel de la Asamblea General, único foro democrático que representa los intereses generales, y eliminar el derecho de veto del Consejo de Seguridad, ya que esto presupone la existencia de un apartheid jurídico y normativo en la comunidad internacional. Que en la diferenciación entre el Consejo de Seguridad y la Asamblea General y en la supremacía del primero sobre la segunda, nos presenta un organismo en el que, parafraseando a Orwell, todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros.