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  • 23 octubre, 2023

Diez pintores nicaragüenses


Jorge Eduardo Arellano

 

Para el obituario de Aróstegui

ALEJANDRO tornó resplandeciente la carroña capitalista, se apropió de nuestro diario paisaje lacustre y volcánico, revitalizó naturalezas muertas e implantó, como un artesano infatigable, mágicos objetos y monocromas texturas. Todo lo urdió, lo configuró para combatir la soledad del hombre y revelarnos, con sus trazos obsesivos y exhaustivos, la pasión por el Arte y su permanencia.

 

La paleta de Vanegas

LA paleta de Leonel Vanegas, ebrio de furia y rebeldía rojinegra, era sobria. No ofrecía artificios ni recargamientos, sino consistentes sensaciones directas y desnudas, casi siempre violentas y protestatarias. Leonel no concedía tregua al folclor ni a la academia. Se encarceló dentro de su abstraccionismo dramático, conservando su humanidad desgarrada y secreto dolor oculto. Inconmensurable.

 

Amistad con Sobalvarro

MESURA y pureza signaron a Orlando Sobalvarro: desde su minero Chontales, pasando por nuestra Managua viva hasta su mortal Tipitapa. Todos sus vuelos fueron telúricos, o ancestrales; y lo poseyó la transparencia, controlado por el rigor laborioso, bajo la sabia mirada de su noctámbulo compañero: el Búho, Su tótem. Yo fui amigo de Sobalvarro: disciplinado e íntegro. Y lo sigo siendo a través de sus cuadros casi imperecederos.

 

Dibujando a Castellón

SILENCIOSO, radiante, fluido y sutil, el dibujo de Rolando es algo más que un signo ancestral, que un ritmo esencial y una forma más allá de la vida. Funerales, sus imágenes capturan la luz y agreden la visión sin herirla, enriqueciéndola; torrenciales, sin freno ni final, rozan la tragedia y el dolor, dotados de líneas y arcos abracadabrantes, graduando proyecciones tonales, duplicadas e intrincadas, ramificadas y geometrizadas, cayendo en un fondo oscuro y siniestro. Sus rostros y máscaras, fetiches sagrados y misteriosos artefactos son esculturales, monumentales, piramidales. De su conciencia emerge siempre una fuente de vigor y energía. Y su mano derecha pacta con la amistad y un mundo muerto y vivo, ritual y profano, mudo y parlante, antiguo y futurista; un mundo que lleva dentro —muy adentro— de sí.

[Madrid, 21 de octubre, 84].

 

Las mujeres pétreas de Cerrato

NO subí a la ciudad de los dioses terrígenos, pero lo hizo por mí, por nosotros y los otros quemados por la llama y el abrazo de la gracia, Leonel Cerrato. Nuestro grabador de rostros y paisajes, de mujeres campesinas y lacustres —fugándose de la marginación y el olvido— llegó a la cumbre borrascosa, a la penumbra celestial, a la altura divina de los Andes para contar, cantar y encantar la piedra, transformarla, retomarle y retocarla, grabarla, soplarle y retratarla. Cerrato subió y tocó con su vara mágica el templo viviente que es toda mujer, todo vientre portador de vida futura y presente. Leonel, el segoviano, respiró el aire sagrado y dibujó la esencia, la existencia del primer día de la creación en Machu Picchu. Leonel Cerrato, uno de los nuestros, visitó a los padres de la piedra, de las piedras que construyeron la raza y el espíritu de América, allá en el sur. Y vivió en sus habitaciones, codeándose con ellos, raptándose a sus mujeres en este lienzo que refresca mis ojos y consuela mis enojos, que es parte mía y del mundo solo, sordo, mudo y desnudo, pétreo y tétrico; del mundo que corre en nuestras venas.

[Diciembre, 27 del 86].

 

En torno de una puerta de B. Gámez

FUÑANDO uñaradas ferales, B. Gámez, el hecatónquiro albano, albino, galvaniza el mundo moderno y de siempre, nuestro como suyo, con refracciones de signos y cabellos de crines estiradas, arrodilladas, atornilladas sobre la tierra, en Tlapalcalli y Tagüe, Acahualinca y Tegucigalpa, con el grupo Gradas en los muros de la iglesia de Santa Faz y el grupo Nueva América, americanizando los sueños, las pesadillas, el pesar y el pasar humanos. Desde la casa de Agenor Hidalgo, este esteliano estiliza los restos del naufragio que portamos dentro, la suma de nuestros gritos, los fósiles navegantes que conocemos, como pajarracos familiares, entre la reinante, interrumpida putrefacción pétrea de los restos aparecidos.

Hasta su arca francesa, precedido por donaltamira, Bayardo remira, redibuja, desdibuja la conversación y la mutilación, el cementerio y los desfiles carnavalescos, los maniquíes difuntos y el valle de la calma, sin que su soplo apague la luz del alma, animando, animalizando, a toda velocidad, flotando en el cielo, de cacería, de argonauta, de Hamlet en domingo de Ramos. En b. Gámez hay un acto, un cachorro recién llegado de la montaña sagrada, un nicho santificado, varias puertas de Circe y un barco ebrio en el que viaja, divaga, disgrega el mito y su momentánea belleza, la espesura de pestañas rojas y rebeldes que es su pintura nuestra de cada día.

[1980, glosa del libro de Gámez: Puertas giratorias, noviembre, 79].

 

Tres retratos de Izquierdo

LA fecunda espátula de César Izquierdo modelaba figuras de leves rosas, verdes intensos, casi ultraviolentos  y azules claros, asediando, acechando la feminidad y los celos, la sed humana y la espera. Desde los 50, su mundo textural remitía al conflicto donde la ilusión era una rosa y el recuerdo triste; donde el lamento no alcanzaba su culminación y se vivía el amor desesperado. Pero era un mundo abierto a la esperanza, reposo vigilante y pasión. Era el César resistiéndose a ser aplastado por el dolor y la desolación total.

En sus mujeres desfiguradas yacía otro: el Izquierdo del deseo asfixiante y la indiferencia, circundado de presencias óseas y gratuitas, devotas metáforas innumerables. El Izquierdo rebelándose contra el infinito, transformando un rostro poderoso de gratos paisajes apacibles y escenarios. Porque el teatro estaba allí: en todas las líneas de sus manos reñidas con la inconstancia.

Pero lo más suyo, lo anonadante y terrible, era su galería de monstruos con charreteras, de cofomoncos uniformados, deformados; de gorilas armados hasta los colmillos de tiburón, tiburones ellos mismos. Lo feroz y desesperante era su museo de orangutanes egresados de Fort Gülick, graduados en masacres innominables. Lo impactante y tenebroso eran su serie de tigres devoradores de niños, de insaciables bestias apocalípticas consagradas al mito del despellejo, del despojo, del desalojo inútil del milagro que es la sobrevida.

[Junio, 18, 83].

 

Leoncio Sáenz y su “Muerte sobre Tiscapa”

LEONCIO Sáenz de Palsila fatigó las calles y avenidas del D.C. washingtaniano, hundió su mirada de matagalpa irreparable en las grises aguas del Potomac, entró en la Smithsonian para identificar lo que ya era parte de su biografía milenaria. Y volvió a nosotros, como si nunca se hubiera ido, a la vieja Managua de taquezal, a su buhardilla existencialista frente al Xolotlán, para seguir siendo el mismo de ayer y de hoy: engorrado, melenudo, gatuno.

Este misto lisupo diseñaba entonces con pinceles y plumas de chompipe el paisaje y los frutos de su tierra, transgrediendo la sangre cotidiana y sus terrores adjuntos en líneas gesticuladoras, constructivas, reconstructivas del pasado vivo en colores nuevos, de fiesta patronal y vitrales de parroquia, junto con su pueblo olvidado, con tafistes de pesca, bulucas ponedoras y kusmas o zopilotes.

Y dejaba de ser el dayalbo silaco o chavalo flacucho, pupuluco, para asistir al cine Tropical y a la Escuela de Bellas Artes de Peñalba, denunciar la opresión en la Somozagua de los 50 y primeros 60, recorrer el rebelde sendero de los héroes en Ventana y Praxis, cuando poetillas y pintorastros reñían con las manos alcoholizadas y aún no sospechábamos esta rojinegra mujer armada, esta lucha volcánica, estas lágrimas, semillas o bombas sobre Tiscapa.

[1980].

 

Marina de Solentiname

ADONDE quiera que vaya, Marina de Solentiname será siempre de sus islas, porque no puede detener el ritmo de la sangre; inocente que le llega a sus pequeñas manos dulces e impregna de vida cada uno de sus mágicos paisajes. Será de su archipiélago, de Mancarrón y Mancarroncito, de sus profundas aguas intensas de verdes y azules, de los volcanes de su afectuoso, inmenso lago. Por eso potencia la Eva Primigenia que preside su trópico, con gaviotas volando en lontananza y garzas inmóviles, con negros zopilotes purificados, pato’e chanchos y monos, palmeras gigantescas, muchachas o niños solitarios de sombreros, lentas canoas, ranchitas, troncos y chagüites esplendentes. Por eso pinta como madre y como niña. Pinta como lo que es: una flor de barro lacustre. Y ama las madrugadas. Y descree de las ciudades y los hombres.

[México, D.F., julio, 16, 1980].

 

June Beer de Bluefields

COMO don José en el puertecito de San Carlos, Quico en su casona y Omar en su estudio del barrio San Sebastián y muchísimos otros poetas y pintores, yo amé a June, a la June Beer. Y no solo su cuerpo de negra serpentina y fogosa, sino su alma magnífica, magnética, llena de ternura atlántica.

Amé las mejores caricias de sus manos: los óleos ingenuos y coloridos de sus madonas criollas pilando arroz y de sus niñas caribeñas de ojos quiebraplata. Amé su “Batalla de Laguna de Perlas” y los ocres, semipenumbrosos detalles de su bahía de ensueño.

Amé sus verdes vivos, verditensos; sus loras sobre fálicos palos secos y gallos decorativos. Amé sus chozas paleolíticas y piraguas del río Escondido, sus hembras buscando los funerales del machismo, la fortaleza africana del color equilibrando en medio de tanta selva y tanta lluvia.

Y en el Pacífico, a todas horas, en las reuniones de La India (café-poetería de mi generación) y en las exposiciones capitalinas de los sesenta, en el Mercado de Granada y en el balneario de Pochomil, donde una noche abrileña reclinó once veces su maternal cabeza en el brazo vencedor, supo ser ella. Hablar de su Shakespeare y de su Diego Rivera. Referir anécdotas de Carlitos Martínez (su amante californiano). Convocar lo humano y lo divino.

Ella  era treintañera y yo andaba en los veinticinco. Ella aun no había perdido la estrella hindú de su frente ni el fuego de su sangre victoriana. Yo pronunciaba las eses como efes. Ella, una mezcla de inglés acriollado y exótico español. Yo fui feliz a su lado, tanto en la tierra como en el mar.

[1980]

 

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