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  • 26 diciembre, 2023

Dos lecturas de Leoncio Saénz


| Jorge Eduardo Arellano

Numerosas páginas se han escrito sobre el dibujante, muralista, ilustrador de libros y revistas, escultor y autor de múltiples recursos y temáticas que fue Leoncio Saénz (Palsila, Matagalpa, 1935-Santa Teresa, Carazo, 2008). Niño aún, monseñor Octavio Calderón y Padilla (1903-1972) descubrió y promovió su talento artístico. Alumno sobresaliente de la Escuela Nacional de Bellas Artes, Leoncio ya estaba formado cuando en agosto de 1963, a sus 28 años, se integró al grupo Praxis; más aún: ya había definido su estilo, marcado por un neofigurativismo estilizado, resultando un maestro.

La recreación de los códices mesoamericanos, el pez, los ángeles y otros elementos de la tradición judeo-cristiana; el mundo doméstico (niños, casas, escenas amorosas), la denuncia política (cárceles, escenas impactantes, etc.), el folclor y las tradicionales expresiones religiosas, el paisaje telúrico y solar, marino y lacustre; esos y otros motivos le fueron familiares, y también no pocas técnicas.

Una de ellas consistió en mezclar arena con acrílico y clavos metálicos para trazar las líneas y distribuir los colores vivos; otras veces utilizaba la plumilla, la frotación del óleo, el spray, las huellas dactilares y las plumas de chompipe, el cedazo y la lija. O sea: cualquier medio que le ayudase a producir texturas en las cuales no buscaba el relieve, ni la perspectiva, sino espacios abiertos y delicadezas formales.

Dos aproximaciones a su arte, remontadas a finales del siglo XX, reproduzco a continuación.

El dibujo como arte mayor

Ya en la década de los 60, Leoncio Saénz ejecutaba eficazmente el dibujo, otorgándole categoría de arte mayor. Este fue su principal aporte a la plástica nacional, pero no el único. No olvidemos que él, como pintor, renovó e hizo suya la herencia aborigen, o prehispánica. Basta traer a colación sus murales de los mercados nicaragüenses y el relieve policromado ––ejemplo de concentrada estilización animal–– que aún se admira en las ruinas del Gran Hotel, en los escombros de Managua: “El jaguar y la serpiente”. Tampoco despreciemos su evolución pictórica en general que, asimilando esa misma herencia, comprende desde algunas figuras mágicas (“La Cegua”, 1958, enviada a la II Bienal Interamericana de Pintura y Escultura de México en 1960; “Mokuana”, 1959, trabajado sobre azules y rojos quemados; “Ángel”, 1960), pasando por paisajes desolados interesantes (“Playa”, modelo de simplicidad) hasta culminar con su serie de “Despales” y escenas colectivas —elegantes, plenas de movimiento y colorido— del folclor nicaragüense.

Sin embargo, su fuerte ha sido el dibujo que tuvo como punto de partida, también, la tradición indígena: no para reproducirla, sino para continuarla en forma más acabada. Sus primeros dibujos a tinta, realizados a puras líneas, eran más formales que expresivos y su trazo meditado, sistemático, poco espontáneo; pero conseguía agilidad en las figuras como en “Indígena” y “Consideración de la mujer como una barca”, ambos de 1959.

Desde entonces, Leoncio Sáenz se preocupó por las soluciones compositivas y profundas expresiones concebidas en formas abstractas del arte prehispánico, tratando de llegar a una mayor sobriedad. Hablamos siempre de sus dibujos a tinta, de líneas, planos, que en los primeros años 60 tuvieron extraordinarios resultados en interpretaciones de fauna (toros, tigres), seres tiernos (niños, ángeles) y escenas de connotación política, deshumanizadas (torturas). Más tarde, utilizando aguadas y plumas de aves al mismo tiempo que fondos oscuros, completó una serie “Pájaros agresivos” y luego otra de aves y abstractos, empleando ahora impresiones a tinta de esponja, elotes y cáscaras de plátano, expuesta en la Universidad de Kansas (1962).

De manera que el año siguiente participó como dibujante en una exposición memorable, inaugurada en Madrid: Arte de España y América (1963). En esa ocasión, Sáenz representó a Nicaragua con Armando Morales. Para entonces, sus dibujos a plumilla y spray exponían la calidad textural a través de grandes contrastes y elementos abstractos y figurativos, como los de su exposición personal en la Unión Panamericana (1966), adquiridos en su totalidad. Estos insistían en nuestras raíces indígenas, con los cuales lograba toques verdaderamente mágicos.

Otro tema de su especialización, esta vez complementando con un color azul que infunde misterio, fue el de sus gatos hieráticos que culminaron su inicial dibujo a líneas; realmente, esta serie felina constituyó un hallazgo. También de hallazgo, aunque menor, puede calificarse su serie de dibujos ecologistas: paisajes erosionados, despales, etc., que se debían, más bien, a la concepción pictórica de su serie sobre el mismo tema, nunca antes tratado por otro artista.

Finalmente, el tipo del dibujo supremo de Sáenz —que desarrolló con equilibrado esplendor a partir del terremoto— es en negativo: figuras en blanco sobre fondo negro. Y se ha inscrito en dos sentidos temáticos: uno de terror, muerte, desolación y sin figuras humanas (la de mayor impacto); otra festiva, popular y con esas mismas figuras. Leoncio Sáenz, en fin, ha sido entre nosotros el pionero del dibujo tratado como alta y definitiva manifestación artística (“Pintura y escultura en Nicaragua”, en Boletín Nicaragüense de Bibliografía y Documentación, núm. 20, noviembre-diciembre, 1977, pp. 99 y 102-103).

Incursiones escultóricas

A Leoncio hay que reconocerle también su admirable dedicación a la escultura, aunque sin dedicarse en forma constante a ella. ¿Cómo? A través de la guía académica de un profesor de la Escuela de Bellas Artes. Al respecto, Sáenz declaró en 1978: En mis tiempos de estudiante de Escultura había un buen maestro: Fernando Saravia [1922-2009]. Pero esta asignatura se mantuvo marginada en beneficio de la Pintura, a la que se prestó mayor atención y esmero. También influyeron la poca apreciación de parte del público por la escultura y cundió el desánimo, lo que obligó a muchos a dedicarse por entero a la Pintura. Esto redujo al mínimo a los que se dedicaron a una disciplina que requiere mucho esfuerzo y voluntad.

Leoncio continúa: En el pasado colonial florecieron los escultores imagineros, porque estos tenían una clientela asegurada en la clerecía y el pueblo devoto, ávido de imágenes para la veneración pública y privada, lo que produjo su auge y relativo esplendor. Consciente de esa herencia, Sáenz prefirió otra más ancestral: la prehispánica ––manifestada en la cerámica y en la estatuaria–– que él ha transformado en una nueva realidad: su propio arte. Pero esta preferencia, como informa Enrique Fernández Morales (1918-1982), fue motivada por las clases de Historia del Arte de Pablo Antonio Cuadra (1912-2002).

 

Ahora bien: este punto de partida no dio frutos en cantidad, pero sí en calidad. Basta tomar en cuenta los excelentes relieves del antiguo Supermercado de la Colonia Mántica ––dechados de recreación estilizada–– y dos o tres obras de dimensiones respetables, para confirmar a Sáenz como escultor de primera categoría.

Una de esas obras se alzaba en la azotea del Hotel Balmoral, en la Managua pre-terremoto, caracterizándose por la asimilación de la fuente de inspiración de otra suya, de 1960: los elementos formales de la estatuaria chorotega. Sin el contenido religioso de esta, la última aprovecha las soluciones dadas al bloque de piedra para proyectar un mundo más seco y vacío que abstrae, deja los volúmenes desnudos, soportando la carga de su propia significación plástica aumentada en algunas zonas de superficies planas con dibujos simples e incisos.

En los 70, Sáenz ejecutó interesantes esculturas en hierro, por ejemplo el “Pez luna”, abstracta y estilizada. Y en los 80, a requerimientos oficiales, incursionó de nuevo en la escultura al elaborar varios monumentos, siendo uno de ellos el que se encuentra en la plazoleta del Centro de Convenciones Olof Palme: “Héroes y mártires de Batahola”, atractiva por sus dibujos incisos (“La escultura en Nicaragua”, Boletín Nicaragüense de Bibliografía y Documentación, núm. 90, enero-marzo, 1996, pp. 56-57).

 

 

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