El imperio de la hipocresía
Por: Fabrizio Casari
El fin de la dominación unipolar de Estados Unidos parece estar cada día más evidente. Nuevos equilibrios se crean a nivel internacional, el nuevo orden que están asumiendo los mercados como consecuencia de los profundos cambios provocados por las guerras y las políticas de sanciones suicidas, prefigura escenarios diferentes a los conocidos hasta hace unos meses que lógicamente tienen sus repercusiones a nivel interno. En Estados Unidos, el actual enfrentamiento político se desarrolla sobre todo en el plano judicial; la Casa Blanca, de hecho, recurre regularmente a la utilización política del poder judicial y al uso descaradamente político del aparato de investigación y represión del país.
No puede haber opciones “mejores” ni “menos peores” para valorar a Trump, un personaje que desde todos los puntos de vista – humano, empresarial y político – merece estar en el basurero de la historia, pero la versión liberal de la dominación presenta a veces caras aún peores. Ideológica y políticamente, son dos caras de la misma moneda; las diferencias radican en una ideología más o menos conservadora, en el predominio de una concepción ética o liberal del Estado, pero compartiendo la naturaleza, la finalidad y los valores del sistema. Idéntico es el objetivo, es decir, el mantenimiento de la supremacía estadounidense sobre el mundo; idénticos son los amigos y los enemigos, si acaso difieren las estrategias sobre cómo y cuándo enfrentarse a ellos.
Aunque con contenidos muy diferentes, Trump se encuentra ahora en el centro de una iniciativa de lawfare no muy diferente a la que se escenificó para atacar a los exponentes de la izquierda a lo largo y ancho del continente latinoamericano, a la que su administración también ha contribuido robustamente. Pero en la enormidad de las acusaciones vertidas contra él, emerge una sustancial hipocresía del sistema estadounidense, que considera la agresiva y violenta manifestación en el Capitolio (que produjo una víctima) un intento de golpe de Estado. Incluso un centenar de payasos asaltando las oficinas del Congreso es “terrorismo”, mientras que el bombardeo ordenado por Yeltsin sobre la Duma fue considerado una “acción para proteger la democracia”.
Para el Capitolio se invoca el terrorismo, pero en el caso de otros países, desde Nicaragua hasta Bielorrusia, donde la intentona golpista ha producido meses de horror, destrucción y víctimas por centenares, se pide la no intervención o, en todo caso, la liberación de los violentos y asesinos porque son “manifestantes pacíficos” cuya liberación incluso se exige.
Este estrabismo político tiene que ver, por supuesto, con el hecho de que en el caso de Nicaragua, como en el de Venezuela, Cuba y Bielorrusia – por mencionar los últimos – la organización, financiación y dirección de esos golpes fue estadounidense. Americanos fueron los intereses desestabilizadores, y americana fue la dirección mediática y política internacional que se encargó de presentar los golpes preparados en Langley como protestas espontáneas producidas en Managua como en Caracas, La Habana o Minsk.
En el caso del Capitolio, sin embargo, sus efectos concretos están inflados en sus supuestos, desarrollos y consecuencias por razones políticas; porque el asalto al Capitolio, una payasada, hizo legítima o al menos practicable la protesta contra los lugares simbólicos del poder estadounidense como el Congreso, violando así la inviolabilidad del poder norteamericano.
El quid de la cuestión es precisamente esa dimensión institucional y el respeto a la vida democrática interna de los países que Estados Unidos no reconoce autoridad a ningún otro país que no sea él mismo. Es la aplicación hipócrita del excepcionalismo del que se sienten portadores, el que también se ejerce en el plano formal al rechazar la autoridad de las instituciones internacionales en su derecho a establecer investigaciones y formular veredictos vinculantes para Estados Unidos, mientras se consideran útiles para cualquier otro país. Desde la Corte Penal Internacional, que puede juzgar y condenar a cualquiera menos a los militares estadounidenses, hasta la OEA, donde Estados Unidos es el anfitrión y el que toma las decisiones sobre los expedientes y las medidas contra todos los países latinoamericanos, pero donde, por estatuto, no se puede juzgar ni condenar a Estados Unidos.
Las supuestas acusaciones de represión y brutalidad policial dirigidas a Nicaragua, Cuba y Venezuela, aderezan aún más el discurso público estadounidense de hipocresía. Sin embargo, en los últimos siete años -con administraciones de ambos colores- la policía estadounidense ha matado a 7.665 personas, 1.100 al año, casi cuatro al día. Y sólo en 2021, 1055 personas fueron asesinadas y sólo el 15% de ellas iban armadas, lo que habla de la facilidad con la que la policía estadounidense utiliza las armas de fuego. Estos datos proceden del Washington Post, que señala que desde 2015 las tasas de asesinatos policiales han crecido exponencialmente y que el 24% de ellos son afroamericanos a pesar de que la población africana es sólo el 13% del total. ¿Puede un país con una policía dedicada al asesinato continuo acusar de represión a Managua o Caracas o La Habana?
Lo mismo ocurre con las ONG, que desde hace varios años se han transformado en instrumentos de la política de penetración e inteligencia de Estados Unidos en países que Washington considera hostiles. Pues bien, las actividades de las ONG en estos países son fuertemente defendidas por la Casa Blanca y las organizaciones de intervención financiera vinculadas a la CIA, como la USAID, la Freedom House, el Instituto Republicano Internacional, el Instituto Democrático Internacional, y otras fundaciones entre las que destacan algunas europeas, en particular las españolas y las de los países satélites de EEUU en Europa del Este. Pero si bien esto se puede en el exterior, simplemente no es permisible en el interior. De hecho, Estados Unidos prohíbe las actividades de las ONG extranjeras en su territorio.
Una parte importante del rechazo del sistema a Trump toca entonces otro elemento fundamental del relato estadounidense del mundo: el del modelo de libertad y elecciones soberanas y transparentes. Unas elecciones en las que, por principio, no se permiten observadores internacionales, pero que Estados Unidos impone a todos los países que no controla.
Trump, como ex presidente de Estados Unidos, acusó directamente a la maquinaria electoral de fraude, poniendo al descubierto la legitimidad del sistema electoral. La manipulación de las elecciones es quizás el punto más alto en el que se ejerce la hipocresía de Estados Unidos, su narrativa hiperbólica de un régimen que se eleva como modelo pero que es un ejemplo de exclusión. Pero es precisamente sobre la legitimación internacional de un sistema político por parte de EE.UU. que nace o muere cualquier dimensión soberana de los diferentes estados, y al haber indicado al mundo que las elecciones de los que juzgan a los demás están amañadas, se desnuda la hipocresía de la supuesta legitimidad para juzgar sin ser juzgado.
Hillary Clinton, que actúa detrás del icono de un presidente que no está política y clínicamente a la altura de su papel, busca la aniquilación de su adversario intentando inclinar la balanza de la confrontación política con los medios de que dispone en el plano institucional. Un uso privado de la justicia por parte de quienes juzgan las acciones de otros gobiernos.
La operación de la Casa Blanca no será fácil. Trump vuelve a plantear la misma estrategia que le permitió derrotar a Hillary Clinton, centrándose en el estado de decadencia de EEUU – que, además, se corresponde con la realidad en buena medida – con una clase dirigente ‘liberal’ fijada en cuestiones de raza y género mientras la economía se va al garete y la seguridad de los estadounidenses está totalmente descuidada. Esta línea de ataque, frente al absoluto desprecio de los demócratas por las cuestiones sociales y la situación de los sectores más débiles de la población, permite a Trump relanzarse de nuevo como la única opción política antisistema capaz de defender a la clase media estadounidense y los verdaderos intereses nacionales.
Cosquilleando los instintos más retrógrados de un electorado desorientado y excluido de cualquier toma de decisiones políticas o económicas, se promueven medidas reaccionarias como el cierre de fronteras, la creación de guetos para los sin techo, la imposición de penas draconianas para delitos como el tráfico de drogas o la liberalización total de la tenencia de armas. Esto acaba invadiendo la agenda del ala teóricamente “moderada” del Partido Republicano, empujando a este último a una carrera hacia la derecha que, incluyendo a los propios demócratas, amenaza con empujar a Estados Unidos hacia el abismo.