En los 135 años del emblemático Azul… Chileno
| Jorge Eduardo Arellano Director honorario / BNRD
UN ACONTECIMIENTO cultural fue realizado en la ciudad-puerto de Valparaíso hace veinte años: la última edición crítica de uno de los cinco o seis libros, según María A. Salgado, “más influyentes que se hayan escrito en castellano durante los últimos cien años”. Me refiero al rubendariano Azul… que, con motivo de su 125 aniversario, lanzó en 2013 la Universidad de Valparaíso con anotaciones del dariísta español-nicaragüense Ricardo Llopesa y epílogo del suscrito.
En consecuencia, Valparaíso —la ciudad moderna y cosmopolita, en cuya Tipografía Excelsior vio a luz el 30 de julio de 1888 la edición príncipe de Azul…— continúa siendo fiel a esa pionera concreción orgánica del modernismo en lengua española que sería mucho más que una reliquia histórica. O, mejor dicho: la primera ruptura de los géneros tradicionales al conjugar —unitaria y lúcidamente— el cuento y el poema en prosa, el poema lírico y el narrativo; un breviario caracterizado por su poder crítico, mensaje de rebeldía antiburguesa, proclama humana y vital, necesidad de amor al arte y al mismo amor, ironía fustigante y condena de la injusticia.
Por algo Azul… es considerado “texto epigonal para el desarrollo de la poesía chilena” —cito el tomo I de la Antología crítica (1996) de la misma, elaborada por Naím Nómez; y que resultase un campo de aprendizaje para tareas mayores de su autor, quien en su plena madurez afirmó que de Azul… “debía derivar toda nuestra futura revolución intelectual”.
Proyección transatlántica
Una revolución que, a finales del siglo XIX, introdujo la libertad francesa del modernismo en las dos orillas del Atlántico y emprendió la apertura hacia la universalidad de nuestras patrias periféricas. Y aquí cabe citar a Saúl Yurkievich: Darío es el primero en salir del estrecho círculo de las literaturas nacionales, el primero en vivir por doquier […] en preconizar y en encabezar una movimiento literario internacional, en abrirse con mayor receptividad a todos los estímulos; en propagar una amplia, diversa gama de influencias extranjeras; el primero en sentirse mundial, en practicar un auténtico cosmopolitismo; también el primero en abolir censuras morales, en asumir la crisis y el desgarramiento que caracterizan a la conciencia de nuestro tiempo.
Y un esbozo excepcional de ese programa resultó Azul…: obra catapultante que tuvo una honda repercusión —sin precedente alguno— como nuevo evangelio poético. Así lo revelaron numerosos escritores. Manuel Gutiérrez Nájera narró en México cómo había llegado a sus manos, y cómo lo llevó, exultante, al café donde se reunían jóvenes literatos “agitando páginas en el aire como puñados de banderas”. Y en otras ciudades hispanoamericanas su lectura fue emocionada y su influjo inmediato.
No cabe en esta ocasión ejemplificar esa influencia. Ya está detallada con amplitud en mi estudio Azul… de R.D.: nuevas perspectivas, laureado por la Organización de los Estados Americanos en 1989; pero no debe olvidarse su proyección transatlántica. En efecto, el crítico español Juan Valera advirtió en Los Lunes de El Imparcial (Madrid, 22 y 28 de octubre, 1888) los valores literarios de Azul…, aprovechando —sin darle crédito— las penetrantes observaciones de su prologuista chileno: el letrado Eduardo de la Barra. A este reconocimiento consagratorio siguió la imitación de una pieza de Azul…, “La canción del oro”, emprendida en “La cantique de l’or” por Joseph Paladan (1859-1918), poeta francés aficionado al ocultismo que representaba el decadentismo antipositivista.
Struggleforlifero en Chile
Lo que sí cabe es resumir su estada chilena de dos años, seis meses y trece días vividos del 24 de junio de 1886 al 8 de marzo de 1889; experiencia que resultó muy positiva para Darío. Así, revelaría: “A Chile le agradezco una inmensa cosa reconocería en febrero de 1895 la iniciación de la lucha por la vida”. Posteriormente sería más específico: “Nunca podré olvidar que allí pasé algunas de las más dulces horas de mi vida, y también de las más arduas, pues en Chile aprendí a macizar mi carácter y a vivir de mi inteligencia”.
Tal experiencia la he sintetizado en el texto “Soy un strugglerforlífero” (struggle for life: luchador por la vida), sustentado en las cartas del poeta: Aquí vivo de mi trabajo, aquí lucho, / Aquí aprendo los tiros en el propio combate, / Aquí ha salido el pollo que en Nicaragua desdenes // y envidias quizás, orejas cerras y frentes / arrugadas, y sobre todo hielo, mucho hielo, / tenían en un eterno cascarón. / Aquí soy ya un gallo. Así hablamos los chilenos. // He recibido cariño de corazón lleno, amistad grande, / agasajos impagables. / He triunfado también: segundo redactor de La Época / —un diario de valor y fuerza— donde he dado // conocer a mi país, su gobierno, el Canal. // He adquirido la visión y conocimiento de esta sociedad: / Escribí las críticas teatrales en la temporada de Sarah Bernhardt / Los versos ásperos y tristes de mis Abrojos / El épico canto a las chilenas glorias del Pacífico / Los cincelados primores de mis Rimas / Los cuentos mendecianos del catapultante / Azul… antiburgués / Hablé con un Rey: don Carlos de María de Borbón y Austria / Conviví junto a los obreros porteños cuando trabajaba / en La Aduana / Adelanté en el francés y el inglés lo traduzco y sigo estudiándolo / Recibí los cursos libres de Derecho Público e Internacional / en la universidad dictados por don Jorge Hunneus / He padecido harto y he enfermado mucho. // Aquí, en medio de la brega, levanté una cordillera / de poesía en todo el continente.
Se refería, como es obvio, a la primera edición de Azul…, que constó de nueve cuentos (“El rey burgués”, “La ninfa”, “El fardo”, “El velo de la reina Mab”, “La canción del oro”, “El rubí”, “El palacio del sol”, “El pájaro azul” y “Palomas blancas y garzas morenas”), doce poemas en prosa (seis del “Año porteño” y otros seis del “Álbum Santiagués”) más seis poemas (cuatro del “Año lírico”: “Primaveral”, “Estival”, “Autumnal” e “Invernal”, una versión de Armand Silvestre: “Pensamiento de otoño” y “Ananke”). En la segunda edición (Guatemala, Imprenta de la “Unión”, 1890), Darío incorporó dos cuentos (“El sátiro sordo” y “La muerte de la emperatriz de la China”), más otros poemas, entre ellos los tres “Sonetos áureos”, siendo el más conocido “Caupolicán”, escrito y publicado en Chile.
Tampoco cabe aquí profundizar en ellos. Basta establecer que gravita en sus contenidos la mujer, eterno estío, / primavera inmortal. O sea: el alma erótica —uno de los temas centrales de su poesía—, al igual que sus almas antigua, evangélica, primitiva, melancólica y fantasista. Es decir, el amor a la mujer de carne y hueso, más deseable que las diosas; amor entre tigres, amor ansioso a la mujer ideal y amor nostálgico a la mujer distante.
Santiago: revelación de la urbe moderna
Centrándome en lo básico de su periodo chileno, apuntaré dos elementos. El primero: que la capital —Santiago— constituyó para Darío la revelación de la urbe moderna, el centro cultural que requería para gestarse plenamente, la atmósfera precisa para volar. “El pueblo chileno es orgulloso y Santiago aristocrática —escribió. Santiago es rica, su lujo es cegador”. Y el segundo elemento: que en la misma Santiago Darío conoció el lujo, promovido por sus ricas mujeres. En otras palabras, se generaba en ellos el proceso que Werner Sombart ha desarrollado en su obra Lujo y capitalismo (1979), especificando las cuatro tendencias del lujo en la sociedad moderna: a la interiorización (o privatización: ya no tan público como doméstico); a la objetivización (en objetos: adornos, alhajas, trajes); a la sensualidad y refinamiento (a satisfacer los instintos inferiores de la animalidad, la recreación de los sentidos, con los objetos suntuarios elaborados con materiales raros y costosos) y a la condensación del tiempo (o sea: a un aceleramiento del ritmo vital y a un consumo permanente y rápido de los “bienes de lujo”).
Numerosos tipos de esos “bienes” los descubrió Darío, por primera vez, en Chile. Se ha indicado que uno de ellos, todo un modelo, fue la mansión de Isidoro Cousiño en Santiago, cuya decoración ostentaba cuatro salas: la oriental, la helénica, la renacentista y la versallesca. Otros eran poseídos por amigos, entre ellos Eduardo de la Barra, a quien definió como poeta tan aristocrático en gustos y amigo del refinamiento y las hermosas opulencias (Darío, 1964: 27). Y, sobre todo, Pedro Balmaceda Toro (A de Gilbert) que coleccionaba, en su cuarto de joven artista, bibelots y japonerías, pequeños biombos chinos (bordados de grullas de oro y azules campos de arroz, espigas y fluorescencias de seda)”, bronces y miniaturas, platos y medallones, todas esas cosas que dan a conocer quién es el poseedor y cuál su gusto.
Contexto histórico
Se trataba, realmente, del contexto social e histórico de Chile y sus valores capitalistas —calidad, eficiencia, división del trabajo, productividad, racionalidad—detentados por una burguesía emergente. Este sector de clase impulsaba las modas y los gustos imperantes en las metrópolis, propiciando una renovación cultural y literaria acorde con esos mismos valores. “En ese ambiente —anota Fidel Coloma— es donde Rubén tiene que competir y destacarse. No bastaba con que tuviese talento o fuera brillante improvisador. Debía competir con los productos literarios venidos de París o Londres, eficientemente terminados, aptos para satisfacer los gustos de las burguesías locales. Era imperativo modernizarse, estar a la altura de los tiempos, emular a los modelos europeos y vencerlos en su propio campo”.
Ahora bien, Darío tiene indistintas relaciones con la clase proletaria y con la afrancesada y satisfecha clase alta. Y así se torna amigo tanto del doctor Galleguillos Lorca, médico homeópata de los obreros de Valparaíso y líder de los mismos, como de Pedro Balmaceda Toro, el hijo del presidente; de manera que, en medio de esos dos polos sociales, de los estibadores y rotos de Valparaíso y de sus anfitriones del Palacio de la Moneda, emite su mensaje rebelde, interiorizándolo y apropiándose de los instrumentos artísticos de la metrópolis europeas, reelaborándolas y produciendo una realidad personal en la que no palpamos una definida toma de partido. Porque la actitud de Darío, más estetizante que ideologizante, trasciende y trasfunde dichos polos, que le son igualmente afines, emprendiendo una crítica del alto y un retrato del bajo. Sin embargo, su actitud de asimilar los modelos extranjeros —principalmente franceses— y de superarlos no impidió perfilar en Azul… lo que su admirador Julián del Casal advertía en 1891: “una ferviente simpatía hacia los humildes, hacia los pequeños, hacia los desdichados. Los grandes de la tierra, salvo los artistas, solo sirven de elementos para sus composiciones. Siento por ellos lo que el pintor por sus frascos de colores. Obsérvese también que está afiliado al socialismo artístico, por su odio agrio hacia el burgués”.
Divisa creadora
He ahí el emblemático Azul… chileno que tuvo de divisa creadora esta frase de su autor, precursora del ars poética de Vicente Huidobro: Hacer rosas artificiales que huelan a primavera: he ahí el misterio; y que sería, para su mismo autor, el libro de ilusiones y de ensueños que había, con el favor de Dios, conmover a la juventud intelectual de dos continentes. En fin, a 135 años de su primera edición, conmemoramos en León de Nicaragua ese catapultante libro, ya traducido parcialmente a once idiomas: alemán, árabe, búlgaro, danés, francés, inglés, italiano, japonés, mandarín, portugués y ruso, no sin recordar el temprano reconocimiento de enrique Gómez carrillo refiriéndose al principal maestro francés de Azul…: “Catulle Mendèz [1847-1908] encontró en América un ingenio que, imitándolo, lo superó (“Prefacio” de Cuentos escogidos de los mejores autores franceses contemporáneos. París, Casa Editorial Garnier, p. IV).