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  • 22 agosto, 2023

Granada y su excepcional centro urbano


Jorge Eduardo Arellano

 

ALDEA SEÑORIAL y antañona, Granada de Nicaragua es única en Centroamérica. Única por su arquitectura armónica, privilegiada topografía e historia casi cinco veces secular y por los tradicionales, distintivos rasgos de sus habitantes. Y es que Granada ––sostenía en 1933 un joven que había recorrido sus calles amables y visitado su altivo mercado en plan de comerciante–– tiene enquistada la tradición en las paredes. Y, no obstante, sus aires “americanizados” de entonces, así era y continúa siendo, pues la población que a finales de 1524 fundara el capitán peninsular Francisco Hernández de Córdoba ostenta hoy día el estilo más gallardo y tradicional de Nicaragua. Pero no solo aludo a su aspecto general ––conservado, por dicha, como muy pocas ciudades hispanoamericanas–– sino a su estilo de vida, de convivencia humana o, mejor dicho, ciudadana.

Porque la ciudad de León, de mayor peso a lo largo de la historia de Nicaragua, fue víctima de dos destrucciones recientes: el boom algodonero de los años cincuenta y la provocada por la guerra de liberación en 1979. La primera vulneró gran parte de su patrimonio configurado a partir del siglo XVIII por casonas con mochetas de canteras y paredes desconchadas de adobe, anchos zaguanes con decorados e inscripciones, aleros sostenidos por canes, ventanucos de rejas torneadas, típicas esquinas con dos puertas y tejas ennegrecidas por el agua y el sol. Y la segunda hizo desaparecer doce manzanas de su área central, perdiendo la ciudad su volumetría básica.

En cambio, Granada ––cuyo tamaño casi siempre fue menor que el de León–– continúa siendo la ciudad más linda de Nicaragua y la que tiene mayor unidad urbana en sus volúmenes, composición y material constructivo. Se trata ––observa el arquitecto mexicano Manuel González Galván–– de un caso de monumentalidad total, es decir, que no vale tanto por sus obras aisladas cuanto por el conjunto armonioso del todo; no es ciudad de monumentos que deben su gloria al genio creador de uno o varios autores, sino a la expresión de la sensibilidad común y anónima de todos sus habitantes que en forma unánime manifiestan su gusto y su manera de vivir en la similitud repetida de sus casas de habitación. Sensibilidad y similitud ––añado–– que obedeció a una conciencia de esplendor y dominio de su clase principal, o de una nostalgia de ambos, generada durante el llamado período de los Treinta años conservadores que, a la luz de la investigación, no fueron treinta ni muy “conservadores”.

 

Arquitectura armónica

En su conformación característica, por tanto, la Granada contemporánea no procede exclusivamente de la época colonial. Dicho de mejor manera: solo su centro histórico, en su concepción urbanística original, está vinculado al modelo impuesto por el dominio hispánico. Granada no es la Antigua de Guatemala, sino que debe su particular sello italiano a la segunda mitad del siglo XIX, cuando constituía el principal núcleo de poder de la República. En concreto, a los años de 1858 a 1889 o a 1893, según otros.

Entonces se consolidó, definitivamente, ese particular sello italiano, objetivado en la armonía que define el conjunto y a muchas de sus principales viviendas. Una armonía notable y notoria, ante todo, en el trazado y logro urbanístico de su centro: el más original de Centroamérica y, sin duda, uno de los más curiosos de Hispanoamérica. No consiste en una sencilla Plaza Mayor de configuración colonial, como debió ser antes del incendio de 1856, sino en un conjunto valioso por su tipicidad en el sentido de estilo propio. Dicho conjunto lo conforman el Parque Colón, la Catedral y la Cruz del Siglo, la Plaza de la Independencia y la Plazuela de los Leones con una hilera de edificios uniformes a cada uno de sus lados (en el Oeste de ascendencia colonial y en el Este de estilo neoclásico, construido entre 1915 y 1930), más el llamado Palacio Episcopal.

El costado Oeste frente al Parque Colón, por su parte, presenta dos edificios verdaderamente representativos, en todo su esplendor neoclásico, de una época: la Casa Pellas y el Palacio de la Cultura Joaquín Pasos. Ambos les une sus corredores porticados que armonizan con el conjunto del resto del área central. Armonía que se contempla en no pocas casas particulares o, para ser más fieles, residencias.

Esta área central fue conformada plenamente en el siglo XX. El ritmo de crecimiento de la ciudad, debido a la recesión económica predominante, a la caída de los precios de los productos de exportación y a las guerras civiles de 1909-10, 1912, 1926-27, descendió sustancialmente. Pero no dejaron de construirse los principales edificios que rodean al Parque Colón, inaugurado el 12 de octubre de 1892, con motivo del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América, tras permanecer alambrado su contorno y ser cultivada su área verde desde 1880.

 

El Parque Colón

Al configurarse, eliminó tanto la vacía Plaza Mayor que hacia 1885, según Rubén Darío, le afeaban tanto unos postes telegráficos como el tiangue, que funcionaba en su esquina Noroeste, trasladándose al edificio del Mercado (obra del principal arquitecto italiano de la ciudad: Andrés Zapata) el primero de abril de 1892. También las corrientes habían producido zanjas que obstruían el paso. Por eso se decidió construirlo a partir de un cordón cuadriculado de cal y canto para defenderlo de la impetuosidad de las aguas. Luego se importó de Nueva York la fuente, cuyo funcionamiento ofrecía un bellísimo espectáculo. La pila en que se ubicó la circundaba una baranda de hierro que posteriormente fue colocada en la torre de la iglesia de la Merced, donde aún se encuentra. Las cuatro pilas menores de los extremos, concebidas para el riego de la grama, se hicieron después, al igual que la siembra de la alameda de mangos ––traídos del Ingenio San Antonio–– del contorno y el kiosko o templete de la música “José de la Cruz Mena”, construido por el alcalde Manuel Urbina Bermúdez en 1933.

 

La Catedral

El Parque Colón se destaca a frente a la Parroquia y al Cuartel Principal que estalló el 26 de septiembre de 1894, desapareciendo por completo y ampliando la Plaza de la Independencia. La primera Parroquia antes del 8 de diciembre de 1880 ––cuando el presidente Zavala colocó su primera piedra–– había sido un caserón de una sola nave, sustituta de la otra precedente destruida e incendiada por los filibusteros en 1856. De acuerdo con los planos del jesuita Nicolás Cáceres, interpretados por el maestro Carlos Ferrey, Monseñor José Antonio Castillo ––cura del templo parroquial–– levantó los muros hasta cierta altura, falleciendo el 12 de julio de 1890.

Ese año Andrés Zapata elaboró un nuevo plano, adaptándolo a la parte ya constituida; pero, al año siguiente, los trabajos fueron interrumpidos por falta de fondos. En 1905, ya reanudados, se demolieron los muros referidos. Sin embargo, las piedras de los mismos se utilizaron en la nueva construcción que tuvo de infatigable propulsor al presbítero Víctor M. Pérez (1867-1936), quien erigió el segundo cuerpo de la fachada y las torres con sus ventanas ojivales, las pilastras y los arcos de la nave central. Además, importó de los Estados Unidos el armazón de hierro de la futura cúpula que llegaría a la ciudad, en una caravana de carretas, desde San Juan del Sur, el 12 de noviembre de 1916.

Tres años después, Pérez abandonaba los trabajos, siendo relevado por el segundo obispo de Granada Canuto Reyes Balladares (1863-1951). A este le siguió su obispo auxiliar Carlos Borge y Castrillo (1888-1973), constructor de la capilla ––una de las cuatro–– de Nuestra Señora de Guadalupe, estrenada en diciembre de 1954. Pero, desde el año anterior, monseñor Marco Antonio García y Suárez (1899-1972) se empeñó en concluirla, lo cual logró mucho antes que falleciera en 1972. De ahí que, en una décima de Enrique Guzmán Bermúdez (1884-1873), derivada de la escrita por Gregorio Juárez (1800-1879) sobre la Catedral de León, se hayan reconocido a los promotores de esos esfuerzos arquitectónicos:

Castillo alzó los cimientos

de esta catedral hermosa

y Granada generosa

le dio sus emolumentos.

Con su sotana a los vientos

laboró Pérez con porfía

y Reyes, día tras día,

trabajó de capataz.

Borge hizo un poco más

y la terminó García.

 

En fin, la Parroquia ––Catedral desde 1913 con la creación de la diócesis––fue un caso de reconstrucción total desde finales del siglo XIX hasta la década de los sesenta del siglo XX.

 

La Cruz del Siglo

Inaugurada el 1ro. de enero de 1901, esta Cruz Monumental se eleva en la parte Noroeste del atrio de Catedral, entonces Parroquia. No es sino una cruz de basalto fino con 4 varas de ancho y 11 de altura, desde su base, excluyendo otras 4 de cimientos. Para su seguridad y solidez, lleva en el centro un alma de hierro en forma de H y sus bloques, acordados con experimentada exactitud, se extrajeron del cerro Posintepe (posin, piedra; tepetl, cerro): fuente de la reconstrucción de Granada desde mediados del siglo XIX.

Así lo informa el folleto Homenaje del pueblo granadino a Cristo Redentor con motivo de la terminación del Siglo XIX y la iniciación del XX, impreso a raíz de la ceremonia inaugural. Esta culminaba los actos religiosos coordinados por el presbítero Víctor M. Pérez. En el mismo folleto se describe la ornamentación del ostensible monumento, obra del maestro Carlos Ferrey, que precede el amplio espacio exterior formado por la ancha Calle de la Calzada y la Plaza de la Independencia integrándose armónicamente ––como un apéndice atractivo–– a la Catedral me refiero a los siguientes relieves alegóricos.

En la parte superior, sobre la inscripción INRI, un cáliz y un racimo de uvas que simbolizan la sangre de Cristo derramada para redimir a la humanidad. En el centro, donde se cruzan los brazos, las letras X y P entrelazadas: monograma de las iniciales del Redentor. En el brazo izquierdo, cuatro cuadriláteros ––con una cruz en el centro de cada una–– simbolizando a los cuatro evangelios. En el brazo derecho, dos brazos entrelazados, símbolo de la unión de Cristo con la humanidad. Al pie de ella, un cráneo sobre dos fémures cruzados en representación de los huesos de Adán que recibieron la sangre redentora de Cristo para la salvación del género humano y, por último ––en la base–– la inscripción Jesucristo Dios Hombre vive, reina e impera. Salvo la calavera y los fémures, esta ornamentación se conserva.

 

La Plaza de la Independencia

Si la cercanía del Parque Colón impide la contemplación frontal de la Catedral, la Plaza de la Independencia permite una admirable vista del costado Norte de aquella. Efectivamente: desde el Obelisco sobre pedestal de mampostería levantado en 1921 ––para conmemorar el primer centenario de la Independencia de España–– se aprecian, a la izquierda, el Palacio Episcopal; en el centro, dicho costado y su atrio ––prácticamente el único de Catedral––, la Cruz del Siglo y los perfiles de las altas torres; y, a la derecha, la silueta del volcán Mombacho y el palacete neoclásico de Rafael García Noguera. (Por fortuna, fue eliminada la fuente en forma circular que, desde 1974, comenzó a robarle espacio a la Plaza).

 

La Plazuela de los Leones

Y es que, a partir del mismo Obelisco, se extiende hacia el Norte el más bello tramo urbanístico del país: la Plazuela de los Leones. Llamada así por el Portal y el Hotel del mismo nombre, la divide una estrecha rampla encunetada de tierra y grama, dentro del cual se ubican, en su inicio, tanto el cañón como el Obelisco citados. Pues bien, esta Plazuela la circundan, en el Oeste, la serie de casonas homogéneas con aleros volados más un anchísimo corredor ––ejemplo representativo de la arquitectura local–– y, en el Este, los edificios de dos plantas que corresponden a la antigua residencia del Adelantado de Costa Rica y el actual Palacio de Comunicaciones.

Como lo ha señalado el mexicano Manuel González Galván, los dos últimos ––de suntuosas fachadas neoclásicas–– poseen portales muy airosos, entre los que se acomoda la portada Montiel, línea que continúa en armonía la igualmente exacta del Palacio Episcopal (donado a la diócesis de Granada por la familia Cardenal a principios de siglo) “para conjugarse el conjunto, como in crescendo plástico e histórico, en el pórtico jónico de la catedral”.

 

El Portal de los Leones

En cuanto al Portal de los Leones, constituye el mayor y mejor vestigio civil de la arquitectura colonial de Granada. Pero no es muy vetusto: por el año de su inscripción, data de la primera década del siglo XIX, en plena invasión napoleónica a España, o sea, antes de la Independencia. “Viva don Fernan VII 1809” hizo grabar en él el dueño de la casona, a la que servía de umbral, el Adelantado Diego de Montiel, comprometido luego en la rebelión criolla de 1811 y 1812, capturado y enviado a las cárceles de Guatemala.

He aquí la descripción del Portal en palabras de González Galván, tras anotar que se conserva como rostro sin cuerpo, es decir, sin el resto de su edificio que desapareció en el incendio perpetrado por William Walker en 1856: “… es muestra única y por ello doblemente importante de lo que fue el arte civil de Granada. Es todo de piedra y con excepción del arco conopial despuntado que cierra el ingreso, las demás formas, según parece, pertenecen a un repertorio decorativo propio de Granada; las cuatro columnas que por pares enmarcan la puerta son hermanas, si no es que ancestros de las de San Francisco y La Merced; la rosca del arco conopial deviene en foliaciones que llenan las enjutas con tal predominio de la curva que el Art Nouveau no las desdeñaría; más arriba, rematando lo que serían pares de capiteles, dos leones echados dan el tono heráldico: su expresión, más asustada que agresiva, divierte, sobre todo, porque a su inofensiva presencia se añade una cadena «de deveras» que ingenuamente echada al cuello de uno de ellos lo sujeta al muro. El otro debió tener también la suya”.

Y así era: se hallaba empotrada desde hace muchos años hasta que el coterráneo Fernando López ––investigador del urbanismo de la ciudad–– reintegró al que, aparentemente, le había extraviado o carecía de ella: el de la izquierda. Y continúa González Galván:

En lugar de la cornisa, un grueso meandro corre de lado a lado y hace pensar en la presencia del cercano lago; el remate en un frontón de perfil curvilíneo armado con cuatro indefinibles trozos de moldura que afectan formas de S alargada y se recargan en un tramo final curvado en medio punto cuyos extremos se adelgazan y enrollan para que ahí se atoren y cuelguen esas rarísimas vainas de plátanos o extraños frutos que Granada escogió como ornato predilecto; entre ellos, un recuadro coronado, aloja el escudo de nobleza que da lustre a la obra.

Una obra que, no obstante, su carácter de vestigio, aún comunica el sentido artístico propio de una formación social específica: véase, al respecto, esa predilección ornamental de la “vaina de plátano” repetida en la fachada de la iglesia de San Francisco y que, según el español Diego Angulo Iñiguez, corresponde a “grandes flores colgantes de corozos”. Una obra, en fin, que suscita un goce estético producido por una norma arquitectónica ––representativa de un irrepetible momento histórico–– y su modelo inalcanzable.

 

Integración de dos estilos

Sin contradecir el estilo de ascendencia colonial, antes bien integrándose armónicamente, el Neoclásico característico de Granada se contempla en algunos de sus edificios públicos ––como la actual Casa Pellas de fachada majestuosa, frente a la esquina suroeste del Parque Colón–– y en no pocas de sus casas particulares o, para ser más fieles, residencias. Estudiando 93 de ellas, tres arquitectos nacionales a finales de los años setentas reconocieron en 48 el estilo Neoclásico y en 45 el Colonial; pero no es el simple ascendiente hispánico del caserío restante, sino uno verdaderamente suntuoso. En su mayoría de dos pisos, ese casi centenar de residencias ––sumadas a las construcciones del centro–– convierten a Granada en lo que el arquitecto mexicano Manuel González Galván denominó “un caso de monumentalidad total”.

Centrado en la cúpula de Catedral ––réplica de la basílica del Vaticano–– ese espacio “monumental” lo relaciona con el de algunas pequeñas ciudades de Italia. Así lo observó el periodista norteamericano Carleton Beals, en los años veinte, al anotar que Granada era un lugarcito de topografía pintoresca vagamente (…) parecido a los pueblos italianos (a haphazard pictures que little place, faintly reminiscent of Italian Towns). No en balde Andrés Zapata, un italiano, había erigido muchas de las construcciones señeras y residencias de la ciudad o, más bien, aldea señorial como lo he bautizado.

¿Aldea señorial? Eso, exactamente, una aldea si se relaciona con otras ciudades hispanoamericanas, por su tamaño regular y sus reducidos habitantes: a principios del siglo XX no había superado los veinticinco mil. Pero señorial: con sus aires propios, hermosos, singulares. Aires comunes y colectivos que históricamente remiten al citado período de los Treinta años cuando resurgió como el Ave Fénix, poco después de la reducción casi a cenizas ––durante la Guerra Nacional Antifilibustera–– de su antecesora colonial.

 

[Ventana / Barricada Cultural, 5 de septiembre, 1987; La Prensa Literaria, 28 de septiembre, 1991; Granada: aldea señorial en el tiempo, 1997: 45-51 y Granada: aldea señorial, 1999: 47-53].

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