Los drones de Langley
Pocos días después del derribo de dos drones sobre el tejado del Kremlin, ni los ucranianos ni sus proveedores militares y amos políticos (Reino Unido y Estados Unidos) han tenido el valor de reivindicar la paternidad de la acción terrorista. Hay tres versiones del incidente: la versión ucraniana, que, como en los atentados anteriores, niega y señala a los opositores de Putin como autores; la versión estadounidense, que reitera la extrañeza de la Casa Blanca; la versión rusa, que acusa a Estados Unidos y Ucrania de intentar asesinar al presidente Vladimir Putin.
El objetivo de los drones no era enderezar antenas en los tejados del Kremlin, el objetivo era golpear al presidente. Pero la versión ucraniana del autoatentado no es sorprendente: sigue servilmente el mismo guión ya utilizado en anteriores atentados “no apoyados” oficialmente por la parte estadounidense. Baste recordar el atentado contra el puente de Crimea, el asesinato de Darya Dugina, culpable de ser la hija de Alexander Dugin, y – el más significativo desde el punto de vista estratégico – el sabotaje del gasoducto North Stream. Para cada uno de estos ataques, la maquinaria propagandística de la OTAN, es decir, toda la corriente dominante occidental, intentó transmitir la supuesta responsabilidad directa rusa: Dugina fue supuestamente asesinada por supuestos opositores a su padre, el gasoducto fue saboteado por despecho, y ahora los drones sobre el Kremlin son supuestamente obra de opositores a Putin. Insinuando así que todos somos idiotas y que los rusos, además de incapaces de defenderse, se autodestruyen.
Al atentado contra el Kremlin siguió otro, esta vez contra otro escritor, Zakhar Prilepin, antiguo combatiente ruso en el Donbass y partidario de Putin y de la Operación Militar Especial en Ucrania. Su conductor murió, Prilepin resultó herido. La modalidad recuerda a la más utilizada por el Mossad y repite el atentado en el que fue asesinada Darya Dugina, con un artefacto explosivo teledirigido colocado bajo el coche de la víctima.
La lógica dice que la versión rusa es la única creíble, la occidental parece un paquete propagandístico carente de sentido y credibilidad. De hecho, la lógica indica que es plausible que el atentado fuera obra de la estación local de la CIA o del MI-5 en apoyo de las unidades del SBU en Kiev. En definitiva, resulta creíble presagiar una acción encubierta llevada a cabo con la aprobación de Langley.
Por otra parte, el único dato cierto hasta la fecha es la total y absoluta subordinación política y militar de Ucrania a la OTAN, y sugerir que Kiev podría planear y ejecutar una operación de esta naturaleza sin el consentimiento, el apoyo operativo y la cobertura política de Washington resulta surrealista. Acreditar una supuesta autonomía ucraniana frente a las decisiones estadounidenses es sólo una forma de proteger a Estados Unidos de una respuesta simétrica rusa. El miedo a enfrentarse a la reacción rusa es parte de la mentira, el apoyo a Kiev sólo requiere que EE.UU. ataque, no que se defienda.
El objetivo de los atentados
Los atentados tienen múltiples objetivos, tanto de propaganda política como de estrategia política. Mientras tanto, sirven para tranquilizar al club de donantes – cada vez menos entusiasta – sobre la posibilidad de que Kiev resista y quizás algún día gane, haciendo que la ayuda financiera y militar parezca merecer la pena. Pero el aspecto más importante es el de la estrategia política: la cadena de atentados indica cómo la estrategia militar de la OTAN implica el uso constante del terrorismo dentro de Rusia.
La valoración que hacen Langley y la Casa Blanca es la siguiente: para derrotar a los rusos hay que obligarles a retirarse de Ucrania, al menos del Donbass, que podría decirse que Kiev ha rechazado la invasión. Ya que Putin no está nada dispuesto a retirarse, la CIA piensa que es necesario y conveniente un cambio de guardia en el Kremlin.
¿Cómo? Langley dibuja dos hipótesis: la primera implica la salida de Putin como resultado de una conspiración judicial maniobrada por oligarcas y sectores de la inteligencia y las fuerzas armadas con ambiciones de poder. La CIA y los servicios occidentales llevan tiempo trabajando en ello, aunque con escasos resultados.
La segunda hipótesis traza el patrón clásico del “golpes soave” y apunta al descontento popular y a la presión callejera antigubernamental. Dado que es imposible convencer a los rusos de posiciones de principio que no sean nacionalistas, y dado que Occidente ha dejado claro que su intención es la desintegración de Rusia, el único camino que ve Langley es la construcción de un clima de terror que lleve a la desintegración del consenso popular hacia Putin. El objetivo es, por tanto, generar caos e inestabilidad política, descontento popular que conduzca a protestas inmediatas o, en todo caso, a una derrota electoral de Putin en las elecciones de 2024.
Entre las diversas limitaciones de esta estrategia hay precedentes históricos. Es un camino ya emprendido en el pasado, más recientemente por los chechenos: consiguió el efecto contrario y permitió al recién instalado presidente ruso acabar con la guerrilla islámica chechena y arrasar literalmente la capital, Grozny.
El terrorismo de los “buenos”
Para los medios de comunicación occidentales la denuncia rusa del intento de asesinato de su presidente parece un exceso: la eliminación directa de un jefe de Estado o de Gobierno está, por práctica, excluida entre las grandes potencias. Al menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando con la abolición de las monarquías se pensó que el regicidio no tenía justificación y que la continuidad institucional de las naciones era un remedio contra el caos internacional. Pero, ¿es realmente así?
Al igual que con las promesas de no ampliar la Alianza Atlántica más allá de los parámetros de 1989, al igual que con los acuerdos sobre cabezas balísticas de medio y corto alcance o la seguridad de los vuelos, también en este tema Estados Unidos ha tenido su clásico comportamiento de sumarse primero en teoría y luego renegar de hecho, o sea decir una cosa y hacer la contraria.
La eliminación física de jefes de Estado o de Gobierno o de líderes políticos opositores es, para Estados Unidos, una práctica recurrente; forma parte integrante de su política de aniquilación de figuras que, por carisma y popularidad, son capaces de aglutinar a su alrededor fuerzas significativas. El propio presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, fue blanco de ataques con drones en 2018, afortunadamente infructuosos, al igual que los cientos contra Fidel Castro y aquellos de los que se consideró conveniente no informar por parte de las víctimas.
El intento de asesinar a Putin, de hecho, no es sino la última de las operaciones terroristas con las que Washington trabaja en el cambio de régimen, en diferentes latitudes pero con un único objetivo: eliminar físicamente a los líderes de la oposición a su dominio, sean civiles o militares, sea cual sea la zona en la que operen, sea cual sea el contexto político. Desde el general Omar Torrijos a Samora Machel, pasando por el general iraní Soulemani, la eliminación de líderes enemigos es algo de lo que los EE.UU. se ocupan directamente. A veces delegan en sus aliados en los distintos países cuando están mejor situados sobre el terreno (Muamar Gadafi) y en otros casos dejan que organismos jurídicos internacionales debidamente constituidos se encarguen de la práctica en común con el colectivo occidental, como ocurrió con Sadam Husein y Slobodan Milosevic.
La fecha del atentado fue cuidadosamente elegida: era la víspera de las celebraciones del 9 de mayo, fecha en la que Rusia celebra la victoria soviética contra el nazismo y que Kiev acaba de abolir junto con el 1 de mayo. La esperanza de Kiev era conseguir que Moscú se retractara de las celebraciones, habría conseguido un buen resultado político-propagandístico.
Pero ni hablar. El 9 de mayo no sólo tiene un valor histórico y político, sino incluso un importante valor simbólico, porque la Rusia de hoy, como la Unión Soviética de ayer, está empeñada en defender su integridad, y porque la Ucrania de hoy se parece mucho al diseño político de Stephan Bandera, el hombre fuerte del nazismo ucraniano que nunca ha sido apaciguado.
Pensar que Putin puede ser eliminado de la escena internacional parece una absoluta quimera. Les guste o no, será con Putin con quien Estados Unidos y la UE tendrán que tratar si quieren que al menos algunos ucranianos y Ucrania sobrevivan, aunque los recursos del suelo y el subsuelo ucranianos parezcan interesar mucho más que la vida de los ucranianos. Un país rico pero desertificado sería una muy buena noticia para sus amos remotos.
Y, sin embargo, Occidente tendrá que tratar con Putin y él tratará en su momento con Estados Unidos, con nadie más. Al fin y al cabo, ¿quién elige tratar con el mono cuando puede hacerlo con el dueño del circo?