Morales y su plástica
[En el 97 aniversario de su natalicio]
Jorge Eduardo Arellano
Al gran artista clásico y moderno que fue y es ––y seguirá siendo–– Armando Morales Sequeira (Granada, Nicaragua, 15 de enero, 1927-Miami, Florida, EE. UU., 16 de noviembre, 2011) se le ha relacionado, no pocas veces, con Rubén Darío. Por algo constituyen cumbres paradigmáticas y máximas figuras de Nicaragua a nivel transcontinental. Darío en el ámbito de la creación literaria. Morales en el de la pintura.
Para lograr sus objetivos, ambos se nutrieron de la cultura occidental asimilando sus modelos más afines. En el caso de Darío, predominaron los poetas franceses, parnasianos y simbolistas; en el de Morales, pintores europeos, estadounidenses y latinoamericanos. En efecto: durante la búsqueda permanente de sus inicios, se detectan las improntas del español Antonio Tapies, del estadounidense Robert Motherwell, del mexicano Rufino Tamayo y del cubano Wilfredo Lam.
En su madurez, la crítica mexicana de origen judio, Lily Kassmer ––autora de la monografía más completa sobre la plástica de Morales–– identifica tres decisivas fuentes creadoras: el ruso Serge Poliakoff (1900-1969), el estadounidense Conrad Marca-Relli (1913-2000) y el italiano Afro Basaldella (1912-1976). El primero con su ritmo armónico, el segundo con su simplicidad abstracta y dominio del collage, y el tercero con su fusión de arte abstracto y figurativo.
Pero la presencia más determinante en Morales es la pintura metafísica italiana. Representada por Giorgio De Chirico (1888-1978), Filippo De Pisis (1896-1956), Carlo Carrà (1881-1966), etc. Esta tendencia se desarrolló entre 1918 y 1921 en Ferrara, Italia, caracterizada por una renovación del pasado (principalmente del arte griego y de la pintura neoclásica italiana), expresada en estatuas, maniquíes y motivos arquitectónicos (arcos sobre todo), sumergidos en un ambiente onírico, como los conos de De Chirico, utilizados por Morales.
Así, tras agotar las posibilidades de la abstracción y con vencido de que esta no conducía a ninguna parte encontró una salida en el neofigurativismo lírico, pleno de riqueza cromática. Entonces irrumpe en su pintura el cuerpo humano, adquiriendo una dimensión trascendente, al descubrir y retomar el tratado De humani corporis fabrica del médico y anatomista flamenco del siglo XVI Andreas Vesalius (1514-1564).
Es cuando se concentra en los desnudos femeninos (mejor dicho, como Darío, en “la carne, celeste carne de la mujer”). Se trata de conjunciones de la luz y las tinieblas, al mismo tiempo que recuperación, o mejor reinvención, de la sensualidad, la calidad táctica, el ambiente de misterio, la atmósfera. Para ello utiliza una iconografía recurrente: espejos, baños, bañistas, caballos, maniquíes, perros, ciclistas, paisajes lacustres, lanchas. Todo con el fin de rescatar las raíces de su memoria: ese “almacén de recuerdos” que significó su Granada natal con la Estación de Ferrocarril, Parque Colón, Muelle y Lago.
Igualmente, el inventario de Morales comprende renovadores y gigantescas selvas americanas, trabajadas con maestría. Así impactaron en su primera exposición en París, de 1986 ––a cuatro años de instalado en esa capital del arte–– con sus dos cuadros de Venecia, dotados de intemporalidad y varias tauromaquias ––temática que también renueva hasta la perfección. En un prosema que escribí entonces, inspirado por el catálogo de esa exposición, expresé:
Aquí veo sus mujeres frutales y familiares bicicletas, los fecundantes simios perturbadores, car lesas y cabellos, piernas musculosas y resplandecientes nalgas adorables e intachables mamalias como melones puntiagudos, espejos y bañeras relucientes, colgantes Jaulas vacías y demás objetos metálicos, los tres reinos compactados en su mirada de rayos X, resumidos en sus mágicos óleos. Y añadía:
Aquí palpo su “Adiós a Sandino”, esa aparición de ultratumba que trasciende el afiche; aquí gozo su “Damiselas de Puerto Cabezas”: ese homenaje legendario que destruye la anécdota; aquí me quedo extasiado, trastornado por, ante, tras su “Bañistas (mujeres, siempre mujeres) en el Gran Lago”: esa maravilla crepuscular e invernal que supera el cromo.
(No olvido ni olvidaré nunca esas lanchas de vela entoldadas, esos botes de remos atados al muelle de madera color terracota, los rieles plomizos y los aislados tumbos múltiples y simultáneos de efímeras espumas, esa clareante, verdeante superficie cercana, agitada continuamente y el aguaje lejos, comenzando a desatarse en el horizonte nuboso y cerrado como cúpula).
Aquí, en esta exposición, Armando Morales culmina su equilibrio formal, eludiendo las sorpresas del azar, plasmando su desnuda, sólida pureza; transfigurándose en uno de los imperecederos pintores de todos los tiempos.
Es decir, un clásico, capaz de ejecutar ––con su impecable factura–– dos joyas de pintura religiosa, ambas de 1989: “Descendimiento de la cruz” ––con la turbadora presencia de la muerte en figura de mujer–– y “Puesta en el sepulcro”. Un creador ––es preciso señalarlo–– consagrado desde joven a su vocación y culto. El mismo Morales enumeró algunas de sus lecturas predilectas: Theodor Mommsen (1817-1903), James Frazer (1854-1941), Teilhard de Chardin (1881-1955), Fernand Braudel (1902-1985), Kalidasa (el poeta hindú: siglos IV-V e. c.), Fyodor Dostoevsky (1821-1881) y Romano Guardini (1885-1968).
He aquí, en fin, un artista formado en Nicaragua que, aprendiendo de los maestros innovadores de su tiempo, se sometió a la hegemonía estética de Nueva York desde 1960, superándola; un maestro él mismo que desarrollaría una laboriosa, productiva e intensa carrera, de reconocido éxito apoteósico en la historia de la pintura latinoamericana del siglo XX.