Pastor Peñalba: Padre de don Rodrigo
Jorge Eduardo Arellano
A SUS 80 años (había nacido en 1879) falleció en Managua, el 30 de septiembre de 1959, el pintor leonés Pastor Peñalba, padre de don Rodrigo (1908-1979), fundador de la pintura moderna de Nicaragua. Escasos datos existen sobre este artista, el primero además en historiar nuestra pintura. En efecto, fue autor de un valioso artículo sobre la materia publicado en su revista Élite (año I, núm. 2, febrero, 1939, pp. 7-8) de la capital.
Aquí residía entonces y se desempeñaba como presidente del llamado Círculo de Bellas Artes, al que pertenecían como socios fundadores el secretario Carlos von Rechnitz, el arquitecto español Víctor Sabater, el caricaturista Salomón (Chilo) Barahona; el dibujante, vecino de Granada, Enrique Fernández Morales (1918-1982) y los pintores Arístides Azera, Ernesto Brown y Guillermo Castillo, entre otros. El Círculo de Bellas Artes promovía conferencias sobre pintura, conciertos y exposiciones de cuadros. Peñalba frisaba en los 60 años.
Cuando tenía 24, ejecutó un retrato del venerable intelectual “Doctor Tomás Ayón [1820-1887]” que suscitó en el hijo de este, Alfonso, una exégesis interpretativa que vale la pena transcribirse. Sin duda, ese retrato debió ser singular, pues Peñalba ––como un soberano dominador del pincel–– adivinó con fidelidad maravillosa los rasgos y contornos de una imagen que no pudo dejar impresa, veinte años atrás, en su memoria de niño. Escribía Alfonso Ayón el 19 de septiembre de 1903: Ayer conocí tu retrato y no me canso de admirar cómo pudo tu mano convertir la impasible y enojosa rigidez de una fotografía, en la animación y vida que sienten palpitar en el lienzo. ¡Él es! Así, tal como tu inspiración lo ha concebido, lo vi yo muchas veces; así me lo finge todavía la engañosa ilusión del deseo; así lo he evocado en las horas de moral desaliento… Tú has trazado las líneas, en verdad: tú has fijado con magistral acierto la actitud; tú has distribuido hábilmente la luz y la sombra. Pero casi me parece que tu idea obedece a mi impulso; que fue mi propio pensamiento el que guió el curso afortunado de tus dedos; que el modelo de la copia magnifica es el que guardo con veneración religiosa en el fondo de mi alma.
Y agregaba Alfonso Ayón que había conocido ese rostro mustio y consumido por la lujuria del tiempo ––son sus palabras––, cuando brillaba en él la expresión de juvenil gallardía y ese leve flequillo que platea y corona la sien y que parece agitarse al tenue beso del viento, yo lo vi alguna vez encresparse y flotar con violencia al rudo soplo de las borrascas de mundo. Para concluir: Todos, cuando contemplan la efigie, reconocen y encomian la completa semejanza con el original; pero hay en aquella algo que no era en éste siempre visible para todos: el pliegue intenso del entrecejo con que has dado a la mirada un aire de profunda y resignada amargura, y que sólo aparecería en él de vez en cuando, allá en la soledad del hogar, como revelador de un dolor infinito.
En 1907 expuso el cuadro “La envidia”: un feroz cuervo picotea los laureles del genio que expresa un gesto doloroso; y un lienzo-mural de tema bíblico, destruido ––sin éxito–– a formar parte del Viacrucis de la Catedral: “Jesús consolando a las mujeres”.
En 1909, a sus 30 años, le encargaron de El Salvador un retrato al óleo de Jorge de Viteri y Ungo (1802-1853), obispo que había sido primero de ese país y luego de Nicaragua, dicho retrato consistía en una copia del que se hallaba en la Sala Capitular de la Catedral de León, elaborado por Toribio Jerez (León, 1821-ídem., 26 de enero, 1901), el más fecundo pintor nicaragüense del siglo XIX. Tres retratos y cuatro cuadros religiosos de Jerez poseía en su casa la familia de Pastor Peñalba, “y más o menos lo mismo había en las demás casas de León” ––recordó en su artículo referido.
De 1910 data una exposición de Peñalba en su ciudad natal y de 1934 otra en Managua, de las cuales no se tienen más noticias. Apenas se sabe también de él que copiaba al Tiziano (1488-1576), ensayaba sobrios paisajes (es conocido uno del valle de Ticomo); y lograba escenas realistas de hermoso colorido. Por ejemplo: la de sus “Caballos en estampida” (1930), óleo sobre tela (76.5 x 50.5 cm), conservado en el Museo Nacional. Al igual que otro de tema equino que aquí se reproduce. El primero figuró en el catálogo de la exposición Retrospectiva de la pintura nicaragüense (1700-1950), organizada por el Instituto Nicaragüense de Cultura en conmemoración del 75 aniversario de la muerte de Rubén Darío.