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  • 22 abril, 2021

Patria hablada, la radio…


Por: Edwin Sánchez

I

La radio. La radio limpia, la de los grandes años, esa perdurable época de oro con eminencias del idioma, del conocimiento a mano que contaba el público. El privilegio, el gusto, de contar con el César de la Radiodifusión: don Julio C. Sandoval.

Ah, tiempos de la decencia…

Días en que estaba muy claro que la radio podría ser saludable para  el alma nacional o para infestarla. Y los grandes prefirieron lo primero, por supuesto.

La decadencia, entonces, no contaba con sus apasionados “correligionarios” de ahora.

El magisterio radiofónico del profesor Sandoval fue insuperable. La correcta locución y, sobre todo, el lenguaje sano, equilibrado, sin llegar a lo afectado o a la gazmoñería, eran  las semillas cotidianas plantadas en la cultura nicaragüense.

“Somos seres sociables”, insistía.

El máximo beneficio de las emisiones radiales se obtenía, además, de las estupendas voces y la magnífica dicción que aún los mayores recuerdan: Naraya Céspedes, Martha Cansino, Carmen Martínez, Mayra Santos, Blanca Amador, Zulema Bustamante, Marlene Arévalo, Cela Lacayo…

Francamente, no se entiende el desprecio de algunos a la formidable herencia de las estaciones de amplia cobertura, donde destacaban aquellas voces, aquel español dariano…

Claro que hay esfuerzos por resguardar ese tesoro cultural tan próximo, tan cotidiano, tan de prójimo que es la radio.

Periodistas que egresaron de la Universidad como Carlos  Salgado Gómez o Rolando Cruz, mantienen ese aprecio a la lengua de Cervantes y Darío, y por consiguiente, extensivo a los radioescuchas. No abochornan al indefenso auditorio, sino que lo defienden y lo apertrechan con el correcto uso del habla natal.

Cuando hay materia gris, no hay necesidad de recurrir a la grosería, a las palabras chocantes, de ser voceros del odio y portavoces de la miseria humana, o como diría el académico Javier Marías, ser “zafios”, persona tosca, vulgar.

La radio, como nos enseñó el profesor Sandoval, es para educar, no para fomentar la ignorancia, la discordia y apuntalar el atraso.

Bienaventurados sean los que, cuando entran a una cabina radial, sientan esa responsabilidad del maestro que va con la convicción de que ese día sus alumnos saldrán más cultivados que cuando entraron. Y no es que el público sea un “discípulo”, sino que se le estima, sobre todo porque no se le puede ir a insultar, mentir y agredir en su propia casa.

Porque cada día se aprende al prender el aparato, siempre y cuando no nos encontremos con la frecuencia equivocada y el programa menos indicado.

Visto así, hay hombres y mujeres que HACEN RADIO y hay radieros.

II

Quiérase o no, entre los medios, el de mayor influencia en el léxico es la radio. Y como decía Rubén, cada palabra tiene un alma.

No se puede llegar a maltratar a la audiencia con palabrotas. Es un irrespeto mayúsculo a quienes se toman el tiempo de tomar sus radiorreceptores para saber, informarse, divertirse, escuchar diversidad de temas, comentarios sensatos, exposiciones amenas y no amargas invectivas, rumores, especulaciones y hasta injurias,  porque la Radio es Cultura.  Es, digamos, el medio idóneo para instruir en valores.

Las emisoras están llamadas a ser estaciones del conocimiento y no del oscurantismo; de la reflexión y no del fanatismo; de la construcción y no de la destrucción; del bien y no del mal.

No solo se trata de pasar el rato o entretenerse. O peor, sintonizar el hígado de un politiquero para salar el día.

Debe aprovecharse el espectro radioeléctrico a como debe ser, porque de ningún apuro nos saca alguien de áspera conducta ante los oyentes, poniendo el importante baluarte de la comunicación en el sótano de la verborrea escatológica de las redes sociales.

La insalubridad oral que en el presente suele escucharse en algunos espacios, estaba vedada, y no por el famoso Código Negro, que se aplicaba a los radionoticieros por las verdades comunicadas, sino porque en el cuadrante prevalecía un ambiente  moral y cultural de nivel.

También las “malas palabras” que la Academia Nicaragüense de la Lengua prefiere llamar “malsonantes”, estaban fuera del aire.

Ni el Coronel de la Guardia Nacional, Alberto Luna, ni el memorándum de la gerencia hacían falta para prohibirlas, como regla básica de cortesía al auditorio. Quienes se hacían un lugar en el staff o el cuadro dramático, lo lograban a punta de talento y de esfuerzo. Y aunque algunos quizás no llegaron a la universidad, no fue por falta de neuronas, sino por razones económicas. Eran autodidactas. Y muy amables con el oyente.

Porque no siempre cursar estudios superiores garantizan un eficiente desempeño profesional. Es asunto de cada quien. Pues hay quienes pasaron por las aulas universitarias, pero cuando están en una cabina exhiben un lenguaje estrafalario, rellenado con expresiones fuera de lugar, y esto sin incluir el odio diario con que algunos políticos extremistas, desde sus programas, ensucian la atmósfera con maldiciones e intentan intoxicar la conciencia del nicaragüense.

Son las Voces de Oro y de Plata frente a los que dan lata. Voces notables que enaltecieron el medio. Voces como las de Rodolfo Tapia Molina y Joaquín Absalón Pastora en los radionoticieros; o la de Manuel Espinoza, uno de los pioneros de los telenoticieros.

Voces como las de Eduardo López Meza, Gustavo Latino, Susana Mendoza, Oscar Enríquez, Lorenzo Medrano, César Estrada Sequeira, Freddy Corea, Bismark Rodríguez, el bachiller Oscar Pérez Valdivia  y José Archibaldo Arosteguí. Voces en la narración deportiva que no tenían por qué envidiarle nada a Buck Canel o Felo Ramírez. Ahí teníamos una constelación: Sucre Frech, Armando Proveedor, Evelio Areas Mendoza, “Papy” Bolaños, José Castillo Osejo, y hasta en la locución comercial brillaron hombres como Carlos Pérez Meza y Abel Garay Santamaría…

Más que locutores, eran voces de altos quilates, a la altura de lo mejor de Latinoamérica, y en el español de buena ley;  artistas natos en el despliegue de la mejor gama de sonoridades, para pintar escenarios en el lienzo la imaginación, verdades en la información y enseñanzas en favor de los que sintonizaban su estación predilecta.

III

De los excelentes que gracias a Dios aun escuchamos, el doctor Carlos Reyes Sarmiento es una demostración evidente de la edad de oro de la radiodifusión. Tiempos en que los compatriotas recibían en sus hogares a verdaderos profesionales, donde el estilo y el bagaje cultural contribuían a fortalecer el buen decir, que es otra forma de bendecir.

Ahí está el cumiche de esa edad inolvidable del dial: Enrique Armas, que aunque no estuvo en los estudios de aquellos años, absorbió como radioescucha las cátedras radiofónicas. Es que desde la radio se puede formar o deformar a un oyente.

Enrique tal vez no pensó en ser hombre de radio, pero se le dio bien la narración deportiva. Plástico en las descripciones, es crónica viva, nada esquemática; muy nica, jovial, inteligente, que no cae pesado, que da un valor agregado a un partido o velada pugilística, y con fondo de historia. Es una voz en tono mayor de béisbol.

Fue Enrique quien precisamente nos informó en la radio de un término nacido del béisbol, que suena bien, sin transgredir la moralidad y describiendo con toda justicia el mal comportamiento de algunos: “furuya”. “Solo furuya sos”. “Es furuyero”.

Durante el XX Campeonato Mundial de Béisbol, el lanzador que estuvo en el radar de todo el país fue el japonés Hideo Furuya. Su famosa bola submarina resultaba indescifrable. Eran serpentinas enredadas para los toleteros, fueran cubanos o taiwaneses. Difícil batearle, increíble ganarle.

Aquel apellido del Lejano Oriente quedó para siempre, desde 1972, prendido en el fecundo vocabulario de la ciudadanía que crea y recrea términos adecuados, respetuosos. Y así “nacionalizó” el apelativo con toda propiedad.

La Academia Nicaragüense de la Lengua debió dar el segundo paso, aunque con el restringido significado, por extensión, de “engaños, mentiras”; con ll, no con y, sin darle crédito al nombre de aquel colosal monticulista del trabuco nipón.

Como sea, esta es una ilustración de la riqueza expresiva pinolera, que no necesita rebajarse a la vulgaridad o la violencia, física o verbal, para manifestarse.

De ahí surgieron aquellas leyendas de oro de la Radiodifusión, a la altura de Nicaragua: el pueblo culto en las ondas hertzianas.

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