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  • 30 marzo, 2021

La crucifixión verdadera y la crucificción de algunos


Por: Edwin Sánchez

I

Para empezar, Israel no dio muerte a Jesús. Por lo tanto, a los judíos no se le debe imputar el más grave cargo del que se tenga registro en los expedientes penales más execrables de la humanidad, y que ninguna otra nacionalidad podría soportar: ser un pueblo deicida.

El Maestro lo confirmó a la samaritana, un tipo de representación de los gentiles o extranjeros: “La salvación viene de los judíos”.  Porque Dios exaltó a Abraham y profetizó: “En ti serán benditas todas las naciones”.

Y Jesús es la bendición judía. Nació en Belén. Fue crucificado en Jerusalén.

La Semana Santa está más allá de las tres dimensiones en que se desenvuelve el hombre. Se encuentra en la dimensión bíblica: la espiritual. Sus manifestaciones son contundentes y verificables en la historia universal, nacional, congregacional, masiva y la personal de cada quien.

Es la Semana Mayor cuando acontece la redención del género humano, a través del único puente que nos permite llegar a Dios; el Sumo Pontífice, Jesucristo. Él llevó nuestros pecados. Cordero Pascual sin mancha, en vez de ser nosotros los que fuéramos castigados, fue Él quien pagó,  a precio de sangre, nuestro libertad suprema. Por sus llagas fuimos sanados, subraya Pedro.

Venir a decir con soberbia, prejuicio y antisemitismo que “los judíos mataron a Cristo”, es declararnos “inmaculados” ignorantes.

Lo mejor es reconocer que Nuestro Señor no está en los ritos. Él no se halla en la crucificción. La cruz y la ficción con que los rebeldes a la luz –diría Job–  han sustituido su inmolación expiatoria por nuestros pecados: la devoción ceremonial vacía y sin frutos; la dogmática sin consecuencias prácticas, tangibles. Es decir, el insalubre fariseísmo que en vez de sanar, trastorna a una sociedad.

Cristo Jesús no es posesión de ninguna denominación. No es patrimonio de un sistema religioso, por muy teatrales que sean las puestas en escenas de algunos de sus encumbrados “cristianos” asintomáticos.

El magisterio de Cristo no es propiedad intelectual ni institucional de nadie, aun así sean dueños de monumentales edificaciones. El Único que ostenta esta divina representación, sus legítimos sellos cardinales, en tanto retorna Jesús, es el Espíritu Santo.

Otros lo rechazan o quieren sustituir, porque el mundo “no lo puede recibir, porque no le ve, ni le conoce”, explicó Jesús, “pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros”. Además, prometió que el Espíritu de Verdad “os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:16-17; 26). 

La obra redentora del Rabí de Galilea y su Resurrección solo pertenece a quienes humildemente lo aceptan –en las distintas naciones, pueblos razas y lenguas de la Tierra– como su Señor y Salvador.

Juan, el apóstol del Señor, lo enseña: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, mas tenga vida eterna”.

Ningún filósofo, héroe, santo, militar, virgen, prócer, político o ideólogo, proveyó su existencia en rescate absoluto por nosotros. Y aunque algún patriota haya muerto por el pueblo y por la patria, su ámbito es el  monumento, la efeméride, la posteridad temporal. Su causa es terrenal, ejemplar, humana, no sagrada.  Su lugar tampoco es el nicho o la peaña. Menos el de la adoración.

No nos confundamos.

II

Nadie sabe cómo va a morir. Si supiéramos la forma inevitable en que abandonaremos este siglo, sería devastador pensando en el día exacto y la hora precisa.

Jesús sabía detalle por detalle lo que sufriría, la manera en que sería capturado, ultrajado, torturado, flagelado con un látigo con dos bolas de plomo que lo harían sangrar hasta dejar su espalda en carne viva.

Sabía que cargaría una pesada cruz. Sabía que nadie tendría misericordia por él en su calvario. Sabía que la corona de espinas le causaría un tormento constante en cada movimiento. Sabía, desde su aprendizaje como carpintero, el dolor al golpearse con el martillo y, por consiguiente, lo que tendría que padecer cuando los clavos perforaran sus manos y sus pies. Sabía que cuando fuera levantado y su cuerpo quedara colgante, sus nervios, venas y huesos se desgarrarían por los metales atravesados que lo aseguraban al madero.

Y antes del Gólgota, Judas.

Desde el día que el Señor lo escogió, conocía perfectamente que estaba ante la emblemática figura de una de las más viles expresiones de la miseria humana: la traición.

Caminó con él, comió con él, le sirvió a él, le sopló el Espíritu Santo para que desarrollara su labor ministerial con la palabra y los milagros y señales de respaldo. Incluso, expulsó espíritus inmundos.

Judas enderezó el rumbo tortuoso de otros. Era nada menos que uno de los más prominentes de los 12. Hombre de confianza, Jesús le cedió el puesto de administrador. Y por si fuera poco, horas antes del beso maldito, le lavó los pies.

¿Cómo reaccionarías si te dieras cuenta que tu amigo, al que le diste la mano, en el que siempre creíste, es un traidor? La respuesta es la reacción “lógica” de cualquiera. Y esto cuando acabas de enterarte de la perfidia.

¿Cómo se sentía Jesús sabiendo desde el primer minuto que Judas le engañaría, que además de robar a la bolsa común de la Primera Iglesia del Universo, le entregaría al Sanedrín para juzgarlo y condenarle a muerte?

¿Quién podrá estar tranquilo sabiendo que tiene un traidor de “confianza” en su círculo? No era la angustia de Jesús la de un Dios, sino la del hombre.

Empero, sabiendo lo que sería el atroz desenlace, ¿qué no hizo el Señor por darle una oportunidad, otra dirección, un digno destino al joven de Queriot?

Jesús viajó con Judas, y los 11, a Betania. Ahí estaba presente cuando abiertamente el Padre Yahvéh, respondió desde el Cielo al llamado de Jesús para que Lázaro, un cadáver en estado de descomposición, se levantara de entre los muertos. ¡Vio la gloria de Dios! Más señal de que su Maestro era el Hijo del Altísimo, ya no hay cuando.

Libre albedrío se llama eso. No “el fracaso de Jesús” en su misión liberadora. Dios nunca descartó a Judas. Tan así que se lo dio con esmero al Mesías. Él dijo: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, yo no le echo fuera”.

Pero así como nadie puede obligar a otro ser lo que no quiere ser, asimismo nadie puede dar lo que no tiene, aunque porte un báculo y hable en nombre de Cristo.

Si entre los 12 hombres más cercanos al nazareno se encontraba un traidor, no es raro que aun en cualquier jerarquía, secular o religiosa, también exista una oculta prelatura de la felonía.

Porque siempre ha sido muy rentable el nefasto oficio de la deslealtad. 

III

¿Quién podrá despreciar la Semana que cambió la Historia de la Humanidad, calificándola de “Semana Zángana”?

Quiérase o no, cada uno –o colectivamente–  también asume en mayor o menor grado el papel incesante de sus personajes, sea edificante o detestable.

Empecemos por el Sanedrín: no todo era un poderoso serpentario de eminencias venenosas, envidiosas, rencorosas y/o ambiciosas que se creían depositarios de la verdad revelada.

La honestidad y el compromiso de José de Arimatea. O el justo y digno Nicodemo. O la rectitud y sabiduría de Gamaliel, comprueban que nada es completamente malo o plenamente bueno.

En la calle, la asistencia puntual de Simón de Cirene, bendecido luego con dos hijos que continuaron la tarea apostólica.

Al pie de la cruz, la inamovible fe y valentía de las mujeres: María Magdalena y María de Cleofás, que no huyeron al ruido de las botas imperiales. La firmeza de María, madre de Jesús.

Y al lado de estas damas, el inclaudicable Juan, el amado, tanto que Cristo lo honró con inaugurar la teología superior del cristianismo y escribir cinco imperecederos libros, incluido el último de la Biblia. Lo demás, sea escritura, añadidura o doctrina posterior al Apocalipsis, no proviene del Espíritu Santo.

Ahí está el Caifás. Se presentaba como un “iluminado” sin contar con el Espíritu Santo. Sí se sabía de memoria las Escrituras; era rabino, hombre de letras, doctor de la Ley y gran cínico: nunca reconoció a Dios en el prójimo. Al contrario, fue el arrogante Sumo Sacerdote que planificó la muerte de Jesús.

Están los operadores del trabajo sucio de azuzar a un sector del pueblo, alquilar testigos y levantar falsos testimonios. Y aquellos miembros del Sanedrín que visitan y desinforman al Procónsul y ruegan a Roma condenar al justo.

Proliferan los que siendo falsarios con dormida adentro y fanáticos de la infamia en sus tiempos libres, apedrean la verdad.

Están los ingratos que recibieron la curación de la lepra y se olvidaron de su sanador. O peor, algunos que disfrutando de la multiplicación de los peces y los panes, luego estarían en la primera fila gritando: “¡Crucifícale!”…

Pero la actuación predilecta de los que ostentan funciones de primer orden y no quieren asumir la responsabilidad cuando el barco se hunde, es ponerse en Modo Pilatos: Lavarse las manos.

Ah, y los que prefieren a Barrabás, sin importar lo que sea.

Por cierto, los dogmas, las creencias, las tradiciones, los desaciertos de los efímeros, por mucho que sean espléndidos y muy bien construidos por fuera, por dentro son una crucificción que nos aleja del mensaje verdadero de la Crucifixión del Hombre de Nazaret y su Resurrección.

Pasarán los imperios, las ideologías, las corrientes filosóficas, las teologías, las modas, los dioses de barro, los devotos de Mammón Street, los cielos, las edades, mas siempre y por siempre oiremos decir al Hombre que partió el conteo de los siglos en un Antes y Después de Él:

“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”.

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